sábado, 26 de enero de 2013

Homenaje...

a una de mis autoras, tan inteligente ella, de literatura -mal llamada memamente- infantil: 







Christine Nöstlinger



Rosalinde tiene un agujero en los calcetines. Rosalinde tiene una venda en la rodilla. Rosalinde tiene una mariquita en la mano. Rosalinde tiene una cadena alrededor del cuello. Rosalinde tiene ideas en la cabeza.
Su mamá observa el agujero de los calcetines. Su papá observa la venda de la rodilla. Su gato observa la mariquita de la mano. Su abuela observa la cadena del cuello. Nadie se fija en las ideas de su cabeza.
—¡Así es mucho mejor! —dice Rosalinde.
Sin embargo, el abuelo asegura que conoce las ideas que Rosalinde tiene en la cabeza.
—Cuando te quedas pensativa hurgándote la nariz —le dice—, es que tus pensamientos están en la tabla de multiplicar.
»Si te asoma a los labios la punta de la lengua mientras estás pensando es que por tu cabeza ronda la idea de cómo escribir la H muda.
»Cuando te pones a pensar con los ojos cerrados con fuerza y los labios delgados como una línea, entonces las ideas de tu cabeza son de rabia contra alguien.
»Y cuando estás pensando en algo con los ojos muy abiertos y brillantes y con los labios húmedos, las ideas de tu cabeza son algo así cómo me-apetecería-una-tarta-de-nata —le dice el abuelo.
También dice que ha observado atentamente a Rosalinde durante años y la conoce bien. Se conoce la cabeza de Rosalinde como la suya propia.
Rosalinde va a su habitación, se sienta delante del espejo grande y se pone a pensar y a mirar a la Rosalinde del espejo. Durante una hora se queda sentada pensando y mirando. Luego se levanta y se va a buscar al abuelo.
El abuelo está en la cocina arreglando la plancha. El botón que selecciona la temperatura no gira cuando la plancha está caliente.
La abuela está junto al abuelo, de mal humor. No quiere que el abuelo arregle la plancha. Quiere comprar una plancha nueva.
—Siempre lo mismo, en seguida a comprar —protesta el abuelo—. No se te ocurre otra cosa que ir corriendo a comprar.
—Esta plancha tiene ya diez años —contesta la abuela—. Hoy día ya no se arreglan las planchas. Me lo ha dicho el electricista.
—Una plancha como ésta puede durar cien años, si se la trata bien —dice el abuelo.
—No hay en el mundo otro viejo tan avaro y tacaño como tú... —dice la abuela, pero se calla porque Rosalinde entra en la cocina y los mayores no deben reñir delante de los niños.
Rosalinde se acerca al abuelo, cruza los brazos sobre el pecho y pregunta:
—Bueno, ¿qué?
El abuelo deja sobre la mesa de la cocina el botón de la plancha que tenía en la mano, mira a Rosalinde y pregunta:
—¿Qué, qué?
—¿Que qué ideas tengo yo ahora en la cabeza? A ver, ¡dilo! —le exige.
El abuelo le explica que antes tiene que limpiar las gafas para poder ver claramente la cara de Rosalinde. Se quita las gafas, saca el pañuelo del bolsillo del pantalón, escupe en los cristales y los frota con el pañuelo limpio.
La abuela grita:
—¿Y cómo quieres arreglar mi plancha si tienes las gafas tan sucias que no puedes ver con ellas?
El abuelo responde a la abuela que los pensamientos no pueden compararse con las planchas. Las planchas son sólidas, duras y resistentes. Los pensamientos son frágiles, transparentes y delicados. Para los pensamientos se necesitan unas gafas perfectamente limpias, sin la menor partícula de polvo. La plancha, dice el abuelo que también puede verla sin gafas. ¡Al fin y al cabo no está ciego!
El abuelo vuelve a ponerse las gafas.
—¡Y no se debe escupir en ellas! —dice la abuela—. ¡Está muy feo!
El abuelo mira a Rosalinde. La mira con mucha atención a través de las gafas y dice:
—Rosalinde, tu labio inferior tiembla de aflicción, tienes los párpados caídos y las pestañas arrojan tristes sombras sobre tus pálidas mejillas. Tienes pensamientos tristes, pensamientos muy, muy tristes, cariño.
Rosalinde suspira y cierra un poco más los ojos. Sus labios se estremecen.
—¡Claro! —exclama el abuelo—. ¡Pues claro! ¡Ya lo tengo! Piensa que el próximo miércoles es tu cumpleaños y que nadie te va a regalar la excavadora con mando a distancia, porque desgraciadamente eres una niña.
Rosalinde se echa a reír y grita:
—¡Al revés, al revés! ¡Todo mentira! Has caído en la trampa. Te he engañado.
Rosalinde, saltando a la pata coja, da vueltas alrededor de la mesa de la cocina y del abuelo.
—Me han pasado por la cabeza ideas estupendas —dice—. He pensado que el próximo miércoles, día de mi cumpleaños, seguro que tú me vas a regalar la excavadora teledirigida. Y además se me ha ocurrido que jugaremos con ella los dos juntos.
Rosalinde está completamente segura de que su abuelo le regalará la excavadora por su cumpleaños. Ayer mismo, el abuelo volvió a casa con una bolsa grande. El pico de una caja roja sobresalía de la bolsa. La excavadora que quiere Rosalinde la venden en una caja roja igual que aquélla. JUEGOS & DEPORTES MEIER, ponía en la bolsa. La excavadora que ella quiere está en el escaparate de JUEGOS & DEPORTES MEIER.
El abuelo se fue corriendo a su habitación con la bolsa, la guardó en el armario y lo cerró con llave. Y eso que el abuelo nunca cierra su armario con llave.
Rosalinde le preguntó más tarde al abuelo qué era lo que había traído a casa en la bolsa. El abuelo aseguró que en la bolsa había nuevos anzuelos para su caña de pescar.
Pero ¿desde cuándo se empaquetaban diminutos anzuelos en grandes cajas rojas y se guardaban en el armario cerrándolo con llave?
No, no, en la bolsa había una excavadora. ¡Una excavadora estupenda con mando a distancia!
El abuelo mueve la cabeza de un lado a otro. Busca una rosca pequeña en la caja de las herramientas y dice:
—En primer lugar, cariño, no te voy a regalar una excavadora, porque las excavadoras son juguetes para niños...
—Y en segundo lugar —le interrumpe la abuela—, no te regalarán una excavadora porque son muy caras, cariño. Un hombre que no le permite tener a su mujer una plancha nueva cada diez años, no le compra a su nieta una excavadora. Le regalaré por su cumpleaños unas golosinas que estén en oferta.
—Y tercero —dice el abuelo—, ¿puedo saber por qué pones una cara tan triste cuando piensas en la excavadora? ¿Es que ya no la quieres? ¿Acaso la señorita caprichosa desea ahora algo distinto?
Rosalinde suelta una risita y dice:
—La cara triste era para disimular. He puesto cara triste a pensamientos alegres. Pero también puedo pensar en algo triste y reírme al mismo tiempo.
—Nunca lo conseguirías —dice el abuelo
—¡Claro que sí! —contesta Rosalinde.
—Entonces, piensa que el gato se muere de sarampión y ríete al mismo tiempo —le pide el abuelo.
—¡Yo no pienso en una cosa así! —protesta Rosalinde indignada.
—La niña tiene razón —dice la abuela—. No hay que tener pensamientos como ésos.
—Entonces piensa que hoy hay espinacas para cenar, y ríete —propone el abuelo.
La abuela dice en voz baja:
—Hoy haré de cena tortilla a la vienesa.
La tortilla a la vienesa le gusta a Rosalinde casi tanto como la tarta de nata. Se pone a pensar: «Espinacas», y se ríe al mismo tiempo.
—Piensa que mañana tienes un examen de aritmética y ríete —dice el abuelo.
El examen de aritmética ha sido aplazado hasta la próxima semana, porque la profesora se ha puesto enferma. Pero el abuelo todavía no lo sabe.
Rosalinde piensa: «Examen de aritmética», y se ríe.
—Piensa que te has peleado con Fredi, y ríete —dice el abuelo.
Fredi es el mejor amigo de Rosalinde y hoy han hecho las paces después del colegio. Pero todavía no se lo ha contado al abuelo.
Rosalinde piensa: «Terrible pelea con Fredi», y se ríe.
—Vaya, vaya —murmura el abuelo—. No lo habría creído posible.
El abuelo se rasca la calva y mira fijamente a Rosalinde.
—¡Estás desconocida! —dice—. Te has vuelto una persona completamente distinta.
—¿Eso es un elogio? —pregunta Rosalinde.
El abuelo sigue rascándose la calva, suspira y dice:
—Todavía no puedo decirlo. Sólo lo podré decir cuando vuelva a conocer lo que hay en tu cabeza.
—Eso puede tardar mucho —dice Rosalinde.
-.-

Rosalinde también tiene en la cabeza pensamientos que no puede contar a nadie. Pensamientos muy secretos. Uno de los pensamientos que hay en la cabeza de Rosalinde es: «¿Dónde-estará-el-botón-de-la-plancha?»
La cosa es como sigue:
En la cocina de la casa de Rosalinde hay un balcón. En el sitio en el que en otras casas hay una ventana en la casa de Rosalinde hay unas puertas vidrieras que dan al balcón. Es un balcón muy pequeño. No es mucho más grande que una toalla de baño mediana. La abuela llama al balcón «mi jardín de plantas aromáticas». La abuela tiene en el balcón dos tiestos. En uno debían crecer cebollinos y en el otro yerba angélica. La abuela riega sus dos tiestos todos los días y los abona una vez por semana, pero, a pesar de ello, allí no crece nada verde. Apenas brota de la negra tierra un diminuto tallo de cebolleta o una hojita de yerba angélica viene el gato y se la come. La abuela ha plantado amaro, que es una especie de salvia de olor nauseabundo, para que el gato deje en paz los cebollinos y la yerba angélica. Pero el gato ni siquiera lo mira, a pesar de que la abuela trata de convencerle. Al gato sólo le gustan los cebollinos tiernos y la angélica fresca. Por eso, la abuela ha prohibido que el gato salga al balcón.
—¡Condenado gato! —dijo la abuela—. No vuelvas a pisar el balcón. No voy a permitir que destruyas mi jardín de especias.
Pero todo el mundo sabe que a los gatos les gustan los balcones y el sol que da en ellos. Y a los gatos, también lo sabe todo el mundo, no se les aparta tan fácilmente con prohibiciones, tampoco de los balcones. Los gatos se acurrucan inmóviles debajo de la mesa de la cocina, nadie en la casa tiene la menor idea de que estén allí y, apenas se le ocurre a alguien abrir el balcón, ya está el gato fuera, sentado entre los cebollinos y la yerba angélica, y ni se le ocurre volver a la cocina. Ni siquiera vuelve cuando la abuela intenta atraerle con un pedacito de jamón. Tampoco puede ir la abuela al balcón, agarrar al gato y meterlo en la cocina, porque el gato es mucho más ligero que la abuela. Si ve que la abuela se aproxima al balcón regañando, salta primero a la balaustrada y luego, al canalón. En el canalón se acurruca durante horas, y toda la. familia, temblando por si el gato no puede saltar de nuevo al balcón sin caerse. La casa de Rosalinde está en un quinto piso.
La tarde en la que el abuelo arreglaba la plancha y Rosalinde ponía cara triste a pensamientos alegres y cara alegre a pensamientos tristes, aquella tarde, nada más decir el abuelo que Rosalinde se había convertido en otra persona, Rosalinde salió al balcón de la cocina y allí estaba el gato.
Se había colocado entre los cebollinos y la yerba angélica. Hecho una bola, se había dormido apaciblemente. Rosalinde estuvo agachada cerca de media hora junto al gato, tratando de hacerle jugar. Le rascó entre las orejas, le tiró del rabo, le dio empujones en la barriga, balanceó un cordón delante de sus ojos.
—Michi, michi, ratón, ratón —susurró en la oreja del gato.
Pero los gatos son testarudos. Cuando quieren dormir, duermen. Los gatos no tienen compasión de una niña que les aburre.
Media hora después Rosalinde volvía a la cocina, porque el gato, con un bufido de irritación, había clavado diez afiladas uñas en las manos que le molestaban.
En la cocina estaban todavía el abuelo y la abuela. El abuelo, renegando, recorría a gatas el suelo de baldosas de la cocina. Buscaba el botón del termostato, con el que se puede regular la temperatura de la plancha.
—¡Maldito y condenado chisme! —murmuraba el abuelo, mientras hurgaba con una escobilla debajo del armario de la cocina—. El estúpido botón tiene que estar en alguna parte.
Pero el botón de la plancha no estaba en ningún sitio. Ni debajo de la cocina de gas, ni detrás del frigorífico, ni debajo de la mesa.
—Habrá ido rodando hasta el vestíbulo —dijo el abuelo, gateando hacia la puerta.
La abuela estaba junto al fuego, removiendo el contenido de una olla grande. En la olla había sopa húngara.
—Seguro que lo tiene el gato —dijo la abuela—. Con toda seguridad lo ha robado el gato y se ha escapado con él. El abuelo no lo encontrará.
—¡Eso es un disparate! —gritó el abuelo desde el vestíbulo—. El gato no estaba en la cocina, no puede tenerlo.
La abuela removió la sopa y dijo:
—El gato siempre está donde no se le ve. Eso lo sabemos todos. Y se lleva botones continuamente. También robó el botón negro de tu abrigo, ¿ya no te acuerdas?
El gato había robado, efectivamente, el botón negro del abrigo del abuelo. Toda la familia lo había visto. En aquel momento la abuela estaba sentada en el cuarto de estar, tenía el abrigo del abuelo sobre las rodillas y acababa de enhebrar la aguja con hilo negro, cuando el gato se subió de un salto a la mesa, atrapó con la boca el botón del abrigo, saltó al suelo y escapó antes de que la abuela pudiera gritar:
—¡Alto, quieto ahí!
Durante dos días toda la familia estuvo buscando el botón negro del abrigo. Pero no apareció hasta que mamá hizo la limpieza de Pascua. Estaba en el estante superior de la librería. Pero ya hacía tiempo que en el abrigo del abuelo había otro botón en sustitución de aquél. Rosalinde dijo a la abuela:
—El botón de la plancha no puede tenerlo el gato. El gato ha estado todo el tiempo en el balcón. Yo soy testigo de que es verdad.
—¡Pamplinas! —dijo la abuela, mientras removía rápidamente la sopa—. ¡Pamplinas! ¿Qué sabes tú? El gato tiene que habérselo llevado. Si no, ya habría aparecido. —Y, dirigiéndose al abuelo que estaba en el vestíbulo, gritó—: ¡Deja ya de buscarlo! No tiene sentido. El botón de la plancha lo tiene el gato.
El abuelo no lo creía así y siguió buscando el botón del termostato. Rosalinde, que tampoco lo creía, ayudó al abuelo en la búsqueda. El abuelo y Rosalinde buscaron hasta en los escondrijos donde no es posible que esté un botón como aquél. Buscaron en el cubo de la basura, en el cesto de la costura y en el paragüero. Levantaron la tapa del retrete, abrieron las puertas correderas del armario del vestíbulo, enrollaron la alfombra. Pero, por fin, abandonaron la búsqueda.
—Mañana o pasado aparecerá el maldito botón en cualquier parte. Entonces, lo pondré en la plancha y asunto concluido.
—¡No, nada de asunto concluido! —dijo la abuela—. Porque yo no puedo estar esperando la plancha hasta pasado mañana. Tengo dos cestos llenos de ropa para planchar. Mi vestido negro está entre ella y lo necesito mañana para el entierro de la portera. Y aún tengo que planchar hoy.
La abuela se desató el lazo del delantal de cuadros azules y blancos. Colgó el delantal en un gancho de los paños de cocina. Se puso el sombrero verde y la chaqueta roja. Cogió un par de billetes del bote en el que se guardaban los ahorros y los metió en su bolso.
—¿A dónde vas ahora corriendo? —preguntó el abuelo.
—Voy a comprarme una plancha —contestó la abuela, ya desde la puerta de la escalera.
El abuelo suspiró. Con tristeza, recogió las herramientas, los tornillos y los trozos de cable, y los guardó en la caja de las herramientas. Con tristeza, colocó la plancha arreglada, a la que sólo faltaba el botón del termostato, sobre el alféizar de la ventana.
En la mesa de la cocina quedaba un poco de polvo metálico y algunos restos negros, pegados a la superficie del tablero.
—Rosalinde, hazme el favor de limpiar la mesa —dijo el abuelo, al salir de la cocina.
Rosalinde cogió la esponja de la pila y limpió la mesa. Los dedos se le quedaron mojados. Buscó un paño de cocina para secarse los dedos y vio colgado el delantal de cuadros azules y blancos de la abuela.
Rosalinde se secó las manos en el delantal y notó algo duro. Aquella cosa dura estaba en el bolsillo del delantal de la abuela. Rosalinde pensó que podía ser un bombón. Metió la mano en el bolsillo del delantal para sacar el bombón y se encontró con el botón del termostato de la plancha en la mano.
Un rato, mucho rato, estuvo Rosalinde mirando fijamente el botón de la plancha y preocupada con sus pensamientos, pensamientos completamente secretos, que a nadie podía contar, acerca de su abuela.
Después, Rosalinde volvió a dejar el botón de la plancha en el bolsillo del delantal.
Al día siguiente, después de comer, mientras toda la familia estaba aún sentada alrededor de la mesa de la cocina, la abuela se dirigió al balcón con la pequeña regadera, para regar los cebollinos y la yerba angélica. Llevaba puesto y atado a la cintura el delantal a cuadros azules y blancos.
La abuela regó las dos macetas y lanzó un grito agudo.
—¿Te ha picado un abejorro, te ha mordido una serpiente o qué te ha pasado? —preguntó el abuelo, al volver la abuela del balcón.
La abuela tenía, en la mano el botón del termostato de la plancha.
-.-
—¡Estaba en la maceta de la yerba angélica! —exclamó—. Exactamente lo que yo había dicho. El gato lo sacó afuera. ¡Vaya un animal!
Este hecho volvió a preocupar a Rosalinde y le provocó ideas muy secretas sobre la abuela. Ideas que a nadie podía contar.
El abuelo cogió el botón y se lo puso a la plancha. Y demostró a mamá, a papá y a Rosalinde lo bien que funcionaba otra vez la vieja plancha.
—¡Como nueva! Perfecta y estupenda —dijo el abuelo—. Aún podría planchar cien años este magnífico aparato.
La abuela estaba junto a la ventana de la cocina y sonreía. Con gran amabilidad dijo:
—Si yo hubiera adivinado que el dichoso chisme iba a aparecer tan pronto, no me habría comprado una plancha nueva.
Rosalinde se inclinó hacia su madre y preguntó:
—Mamá, ¿es verdad verdadera que cuando se miente se le pone a una toda la cara roja?
Su mamá se quedó pensativa y contestó:
—Yo creo que una se pone colorada al mentir cuando no está acostumbrada a las mentiras, cuando se es principiante. A los mentirosos auténticos, experimentados y taimados, se les queda la cara completamente blanca cuando mienten.
Rosalinde miró a la abuela. La cara de la abuela no estaba colorada. Pero tampoco estaba blanca. La cara de la abuela estaba exactamente igual que siempre.
Rosalinde decidió no preocuparse con pensamientos sobre botones de termostatos de planchas.
-.-

A Rosalinde también le rondan por la cabeza ideas sobre su nombre. Desde que fue de paseo con su mamá el domingo pasado tiene esas ideas.
Rosalinde y su mamá fueron a pasear el último domingo por el parque. En la zona de juegos, encaramado a la estructura de hierro, había un niño que hizo señas con la mano a Rosalinde. Era Siegfried. Rosalinde también le saludó con la mano, mientras su mamá decía:
—Ese pobre muchacho siempre me da mucha pena.
—Pero si no es nada pobre... —dijo Rosalinde a su mamá—. Tiene tres veces más dinero que yo para gastos y por su cumpleaños no le regalan una excavadora, sino un televisor en color para su cuarto.
Pero su mamá insistía en lo de pobre Siegfried. Decía que un niño bajito, delgado y estrábico, con pecas, cabello rojizo y una nariz como una patata, resultaba en todo caso un pobre chico, si se llamaba Siegfried. Un Siegfried, decía la mamá de Rosalinde, tenía que ser alto, radiante y esplendoroso. Así, decía, se representa uno a un Siegfried. El nombre, decía la mamá de Rosalinde, debe cuadrarle a uno.
Desde ese día, Rosalinde se preguntaba si Rosalinde le iba a ella realmente bien.
Rosa es un color. Linde, en alemán, es un árbol, el tilo. Es verdad que no existe un tilo de color rosa, pero se lo puede uno imaginar. Tendría un grueso tronco de color rosa frambuesa, hojas de color rosa de pantalón de pelele y flores de color rosa bombón. Con ellas, se podría preparar un té rojo de flores de tilo, para la tos.
«Los pájaros podrían hacer sus nidos en mí», piensa Rosalinde. Nidos de color rosa, con huevecitos jaspeados en rosa y blanco. La madre pájara, sentada sobre ellos, incubaría los huevos jaspeados, blancos y rosas. Saldrían seis diminutos pajaritos de color rosa, con picos rojos.
Y entonces llega el gato, trepa por el tronco rosa frambuesa hasta el nido de los pájaros.
Los gatos codician los pajaritos de color rosa. Les gustan más que los ratoncitos grises. El padre pájaro y la madre pájara acaban de emprender el vuelo. Salen a buscar alimento para los pajaritos. Un tilo completamente normal, de leño marrón, de hojas verdes y flores amarillas, no sacudiría su tronco, no haría crujir sus ramas. Pensaría así:
«Las moscas son devoradas por los pájaros, los pájaros son devorados por los gatos, los gatos son devorados por los zorros, los zorros son cazados a tiros por los cazadores y los cazadores son destruidos por el infarto. Así son las cosas y no de otra manera. Lo principal es que a mí me dejen tranquilo.»
Pero un tilo rosa, como ella, como Rosalinde, no permitiría que el gato se comiera a los pajaritos.
Primero lo intenta por las buenas. Cuchichea al gato, con sus rosas y susurrantes hojas:
—Baja de un salto, búscate un ratón gordo y deja a los pobres pajaritos en paz.
El gato no entiende el susurrante murmullo. O no le hace caso. Sigue avanzando furtivamente a lo largo de la gruesa rama. Avanza agachado, despacio y sin ruido. Le tiemblan, voraces, la mandíbula inferior y los pelos del bigote. No tardará en alcanzar de un salto el nido de los pájaros.
Si el tilo rosa no se decide a hacer algo en seguida, los seis pajaritos están perdidos. Cuando el padre y la madre vuelvan volando a casa, no encontrarán más que un nido vacío y algunas diminutas plumas de color rosa. Plumas de color rosa, con manchas de sangre.
-.-
—Por Dios, Rosalinde, ¿qué es lo que te pasa? —exclama su padre—. ¿Tienes escalofríos o qué te ocurre?
Rosalinde, sentada en la alfombra, sacude la cabeza, mueve los brazos y agita las piernas. Parece horrorizada.
—Trato de tirar al gato de una sacudida —dice Rosalinde.
—¿Al gato? —pregunta el padre.
El gato está sobre el televisor y mira asombrado las sacudidas y convulsiones de Rosalinde.
Agitarse y contraerse le dejan a uno sin aliento. Rosalinde jadea:
—Porque el gato quiere zamparse el nido de los pajaritos y yo no puedo permitírselo. ¡Los tilos rosas impedimos tales marranadas!
—Ah, ya —dice el padre.
Rosalinde se lamenta:
—Pero ese animal se agarra fuerte a mis ramas. Y si me agito con más fuerza, el nido se tambalea también y los pájaros rosas se llevan un susto terrible.
Su papá se levanta y se acerca a Rosalinde.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta—. ¿Dónde está el animal?
—Sobre mi oreja izquierda —apunta Rosalinde.
—¡Vamos, ven aquí, inmundo devorador de pájaros! —dice el padre, palpando con ambas manos en el pelo de Rosalinde sobre su oreja izquierda.
—Gracias —suspira Rosalinde—. Muchas gracias. Has sido la salvación en el último minuto.
—Y ¿qué hago ahora con el gato? —pregunta su papá, mirándose las manos vacías.
—Llévalo a la cocina —propone Rosalinde— y dale un plato de hígado. Al fin y al cabo, algo necesita comer.
El padre asiente y va hacia la cocina. Rosalinde, alzando la voz, le dice:
—¡Y ponle un cuenco de agua por si tiene sed!
El gato, que sigue sobre el televisor, ha oído «hígado». Conoce la palabra «hígado». Le gusta oír la palabra «hígado». Salta del televisor y corre detrás del papá de Rosalinde, hacia la cocina.
Rosalinde se pone en pie y se va a su habitación, con la cabeza muy erguida. Tiene que caminar con mucho cuidado para que el nido de los pájaros no se le caiga de la cabeza.
Rosalinde se sienta ante su mesa de trabajo. Sobre la mesa está el cuaderno de aritmética. Abierto.
37. DEBERES. Debajo, la fecha. Rosalinde tiene que hacer los deberes. Saca el libro de aritmética de la cartera. Abre el libro. Desenrosca la pluma estilográfica.
Son movimientos facilísimos, completamente normales. Pero, cuando se tiene un nido de pájaros en la cabeza y hay que cuidar de que los pobres pajaritos no se caigan del nido, se convierten en movimientos muy difíciles y laboriosos. Y tampoco es fácil escribir números, si no se puede inclinar un poco la cabeza.
Su mamá entra en la habitación, buscando las afiladas tijeritas de las uñas. Siempre que su mamá no encuentra algo, lo busca en la habitación de Rosalinde. Su mamá está firmemente convencida de que todas las cosas que desaparecen están siempre en el cuarto de Rosalinde.
—Cuando me cojas algo, hazme el favor de volverlo a poner en su sitio —dice mamá—. ¿Cómo es posible que tenga que andar corriendo detrás de mis únicas tijeras de uñas, que son tan buenas?
—Yo no tengo tus tijeras de las uñas —murmura Rosalinde, sin dejar sus cuentas—. ¡Palabra de honor! Están en el cuarto de baño. Papá se estuvo cortando con ellas esta mañana los pelos largos que le salen de la nariz.
Cuando la mamá va a abandonar la habitación, se detiene en la puerta y se queda mirando a Rosalinde.
—Dime, Rosalinde —le pregunta—, ¿no necesitarás gafas? ¿Tendrás hipermetropía, tesoro?
—Ni hablar —dice Rosalinde—. Si acaso, miopía.
—¿Por qué no te inclinas sobre el cuaderno, como todo el mundo? —le pregunta su mamá—. ¿Por qué estás tan tiesa, como si te hubieras tragado el palo de una escoba?
—Para que no se me caiga de la cabeza el nido de los pájaros —contesta Rosalinde.
—Pían mucho, ¿no? —pregunta su mamá.
Rosalinde sonríe y hace un gesto afirmativo. Estupendo que mamá los oiga piar, piensa Rosalinde. Realmente estupendo.
—Claro que sí —dice Rosalinde—. Pían a seis voces. A seis voces y completamente rosas. Cuanta más hambre tienen, más alto pían.
Su mamá la mira con ojos asombrados, se encoge de hombros y se va al cuarto de baño en busca de las tijeritas de las uñas.
Por la noche Rosalinde le pregunta al abuelo por qué le pusieron de nombre Rosalinde.
—Yo soy el responsable —dice el abuelo—. Fui yo quien escogió para ti ese nombre. Mi primer gran amor fue una muchacha que se llamaba Rosalinde. Desde entonces tengo una especial predilección por ese nombre.
—¿No estás contenta con él? —le pregunta su mamá.
—¿Te hubiera gustado más llamarte Anna o Renate? —le pregunta su papá.
—¡Claro que no! —contesta Rosalinde—. Me gusta mucho ser un tilo rosa. Tampoco me importaría ser un haya roja o un pino azul. También me gustaría ser un arbusto dorado de los Alpes.
—Pero ésos no son nombres de personas... —salta el abuelo.
Rosalinde calla. Y se le ocurre la idea de que a algunas personas, incluso inteligentes como el abuelo, no les entran en la cabeza ni las ideas más sencillas.
-.-

En la escuela, en plena clase de aritmética, en medio de pensamientos exclusivamente aritméticos, a veces se abre paso en la cabeza de Rosalinde una idea singular y extraña.
La idea es ésta: Ahora me levanto, digo «adiós», agarro mi cartera y me marcho de clase.
¡Sin ninguna explicación!

¡Sin ninguna disculpa!
¡Sin más!
¡Simplemente, por las buenas!

A veces, la extraña y singular idea se hace tan fuerte, grande y poderosa en la cabeza de Rosalinde que no puede evitar levantar un poco el trasero del asiento y alargar la mano hacia la cartera. En una ocasión, la idea llegó a ser tan fuerte, grande y poderosa que Rosalinde se puso de pie, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta. Todos los niños de la clase clavaron la mirada en Rosalinde. La profesora, de pie junto al encerado, preguntó:
—Pero, Rosalinde, ¿qué haces?
La voz de la profesora rompió la idea. A Rosalinde se le puso roja la cara y tartamudeó:
—Yo... tengo que..., por favor..., tengo que ir al lavabo...
—Pero no con la cartera, Rosalinde —dijo la profesora, mientras todos los niños se echaban a reír.
Rosalinde volvió a poner la cartera en su pupitre y se fue al lavabo.
Estuvo mucho tiempo sentada en el retrete, aunque no tenía necesidad. Contó hasta mil trescientos cincuenta y luego, hacia atrás. Después, apretó la palanca de la cisterna hasta que dejó de salir agua. Sólo entonces emprendió un lento regreso a la clase. Escuchó junto a la puerta, para comprobar si los niños ya no se reían.
Los niños ya no se reían. Trataban de calcular cuántas galletas tenía la caja para que la madre pudiera dar siete galletas a ocho niños, ocho galletas a dos niños y para comerse ella dos galletas.
—Setenta y cuatro —dijo Rosalinde, entrando en la clase.
—¡Exacto! —dijo la profesora, inclinando la cabeza en señal de aprobación—. Absolutamente correcto, querida Rosalinde.
Desde entonces, Rosalinde evita cuidadosamente las ideas singulares y extrañas. Si durante la clase de aritmética piensa: «Levantarme-Decir adiós-Marcharse», pone mucho cuidado en que su trasero permanezca en la silla y sus manos sobre el pupitre. Y sólo entonces se permite imaginar con toda precisión cómo se marcharía del colegio sin más.
No podría irse a casa, con el abuelo y el gato. Estaría también la abuela, que en este momento se ocupará de limpiar los champiñones, las zanahorias, las judías verdes y los nabos, para la sopa de verduras que tanto le gusta a Rosalinde comer a mediodía. A la abuela se le caería el cuchillo de la mano, cuando Rosalinde apareciera en la puerta diciendo:
—Me he marchado del colegio, porque me aburría mucho en la clase de aritmética.
La abuela llamaría a mamá a la oficina. Y a papá, también. Esto produciría un tremendo alboroto, una enorme conmoción. A mediodía, cuando volviera mamá de la oficina, la acribillaría a preguntas. Le haría reproches. Se desesperaría. Y cuando mamá estuviera ronca y agotada de tantas preguntas, lamentos y reproches, llegaría papá de la oficina y empezarían sus preguntas, lamentos y reproches. No, ¡imposible irse a casa!
Podría irse al parque.
Pero todos los niños con los que a Rosalinde le gusta jugar y columpiarse están en el colegio. Ahora, en el parque, no hay más que niños pequeños, aburridos bebés. Juegan en el cajón de arena haciendo flanes y se ponen a gritar cuando el de al lado les quita un molde. Rosalinde no quiere tener nada que ver con niños tan pequeños. Ya es bastante molesto, cuando algún domingo viene de visita la tía Elfi con su bebé y pretende que Rosalinde juegue con él. ¡No!, nadie carga voluntariamente con un bebé.
Podría ir a ver el escaparate de la tienda de juguetes. Pero ese escaparate ya lo vio ayer. Y anteayer, también. Se sabe de memoria todo lo que hay en el escaparate. No sólo la excavadora teledirigida. En la granja hay trece gallinas y cuatro cerdos de madera. La cama de la casa de muñecas tiene una colcha de encaje blanco. Hay soldados e indios de plástico, unos de pie, otros tendidos en el suelo y otros, corriendo. El marciano tiene una antena verde en su casco de astronauta. Hay una rueda gigante y una locomotora, construidas con piezas del «Lego».
Desde ayer tarde seguro que no han cambiado el escaparate.
Además, para mirar escaparates se necesita a alguien a quien poderle decir lo que a una le gustaría más, lo que a una le gusta menos y lo que encuentra espantoso.
No es divertido estar sola delante de un escaparate.
Y ¿adónde se puede ir, cuando una se ha levantado, ha dicho adiós y se dirige hacia la puerta?
Cuando se ha hecho algo tan extraordinario, es seguro que la cosa seguirá por caminos extraordinarios. Quizá en la puerta de la escuela haya un niño, que se parece a como mamá se imagina a un Siegfried. Pero no se llama Siegfried. Siegfried no es un nombre especialmente bonito. Florian es un bonito nombre.
El niño se llama Florian y dice:
—Oye, me he marchado de la clase de aritmética. Sin más, ni más. Por aburrimiento. Me he levantado, he dicho adiós y me he dirigido hacia la puerta.
Con Florian, Rosalinde va calle abajo hacia el parque. En el parque, en la zona de los juegos, se alza la blanca carpa de un circo con banderas rojas, azules y amarillas en lo alto. Cuelgan de una cuerda, como la ropa tendida a secar, y ondean al viento.
En un cartel, sobre la entrada, pone: CIRCO KORONA. Junto a la entrada está sentado un payaso. Lleva un pantalón de cuadros azules y amarillos, y tirantes verdes y una nariz roja como una bola en la cara blanca. Tiene los ojos pintados en cruz, como el signo de la suma, porque se ha pintado una raya negra que cruza verticalmente sus párpados desde la frente hasta las mejillas. El payaso está triste. Pero no tan triste como están los payasos en una función de circo. Sencillamente, está triste.
—¿Qué vamos a hacer ahora?, ¿qué podemos hacer? —se lamentaba el triste payaso.
La equilibrista tenía sarampión, les cuenta el payaso, y el domador de leones, tosferina.
—Por lo tanto, tenemos que suspender nuestros dos mejores números —se queja el payaso—. La gente se sentirá defraudada y exigirá que le devuelvan el dinero.
—Normalmente yo me entiendo muy bien con los leones, señor payaso —dice Florian. Si los leones han comido bien y si no son muy malos, yo sustituiré con gusto al domador con tosferina.
El payaso se alegra enormemente y va a buscar al director del circo. El director se alegra también y va a buscar a la mujer del director del circo. La mujer del director del circo se alegra igualmente y dice:
—Pero el uniforme del domador le vendrá muy grande a Florian. El domador tiene las piernas doble de largas.
—Hazle un dobladillo ancho en el pantalón, mujer —dice el director del circo—. Un domador no puede dar un traspiés pisándose el pantalón, porque eso podría costarle la vida.
La mujer del director se lleva a Florian a su carromato para probarle el pantalón. El payaso mira a Rosalinde y dice:
—Y tú ¿qué? ¿No sabrías, por casualidad, hacer equilibrios en la cuerda?
Rosalinde no sabe hacer equilibrismo, sólo sabe bailar en el trampolín de la piscina. En verano lo ensayó muchas veces. Desgraciadamente siempre tenía que conformarse con un par de pasos, porque bailar en el trampolín de la piscina está prohibido. Apenas llega a arriba, extiende ambos brazos hacia los lados, sonríe y pone un pie delante del otro, cuando aparece el vigilante de la piscina, levanta un puño amenazador y toca el silbato. Y entonces ya no queda más remedio que lanzarse al agua. Pero Rosalinde está convencida de que, si no hubiera un vigilante cerca, podría lucirse bailando en el trampolín. Girando y girando, con los más exquisitos, brillantes, primorosos y gráciles pasos de danza. Y también está convencida Rosalinde de que entre una cuerda en el circo y un trampolín en la piscina no hay mucha diferencia.
—Puedo intentarlo, señor payaso —propone Rosalinde.
El payaso se alegra tanto que, haciendo una pirueta, se pone vertical apoyando la cabeza en el suelo. Después, da una voltereta en el aire y se queda de pie.
—¡Nunca ha corrido por el alambre de un circo nadie tan encantador y maravilloso como tú, pequeña! Los espectadores se quedarán extasiados —dice.
El payaso tiene razón. Rosalinde está preciosa con su vestido de princesa para salir a la pista. Lleva una faldita con doce capas de tul. La faldita reluce como el arco iris.
Rosalinde tiene en el cabello estrellas doradas, que brillan y resplandecen como si detrás de cada una hubiera una bombilla de cien watios. El cabello de Rosalinde ya no es castaño y liso. Ahora es negro y con bucles.
El director del circo pone una sombrilla rosa en la mano de Rosalinde. Las sombrillas son muy útiles para bailar en el alambre. Ayudan a mantener el equilibrio. La mujer del director del circo escupe tres veces por encima del hombro de Rosalinde, lo cual no es mala educación. Es habitual en el circo. Ese «chu-chu-chu» es un conjuro contra las fracturas de nuca y de piernas. Pero este conjuro no quiere decir que se desea que se produzca la desgracia, sino todo lo contrario. Escupir «chu-chu-chu» y las palabras «fracturas de nuca y de piernas» significan: «Ojalá todo salga bien, ojalá no te caigas desde lo alto y te partas la cabeza.»
Rosalinde sube por la escala de cuerda hacia el alambre. Jamás en su vida había subido por una escala tan larga. Bajo la carpa los espectadores se hacen cada vez más pequeños y arriba los focos se hacen cada vez más grandes.
Rosalinde llega al final de la escala, donde está sujeto el alambre. Su corazón palpita peligrosamente fuerte. Mira al frente. Sólo fija la vista en el alambre. No se atreve a mirar hacia abajo, a los espectadores, a la pista. Pero oye al director del circo anunciar:
—¡Ahora, señoras y señores, van a ver ustedes lo nunca visto! ¡Arriba, en lo más alto, nuestra prodigiosa Rosalinde sobre el alambre, sin red, sin trucos, sin trampa! ¡Y abajo, en la pista, el prodigioso Florian con los siete leones!
Con los leones no había contado Rosalinde.
Que hubiera leones hambrientos, con las fauces abiertas esperando su caída, aterrorizó a Rosalinde.
Pero no podía defraudar al director del circo, a su mujer, al payaso y a los espectadores. Lo prometido es deuda, se dijo Rosalinde, y se fue hacia el alambre. Cuidadosamente puso un pie delante del otro. El alambre oscilaba. Un alambre es muy distinto al trampolín de la piscina. Rosalinde cierra los ojos. Continúa avanzando con los ojos cerrados.
Ahora, en el circo, el silencio es total. Ni los leones abren la boca.
En ese instante Rosalinde recibe un golpe en el costado. Un codazo fuerte y certero.
—No te duermas —le dice Fredi, su compañero de pupitre.
—Imbécil —le contesta en un susurro Rosalinde.
Ha abierto los ojos y mira irritada a Fredi.
—¡Tonto! —susurra. Podría haberme caído. Me habrían hecho pedazos los leones y tú habrías sido el culpable.
—Pero ¿qué dices? —pregunta Fredi—. ¿Caerte de dónde? ¿Qué leones? ¿De qué hablas?
La profesora mira hacia el pupitre de Fredi y Rosalinde. Da una palmada y exclama:
—¡Fredi, no hables! No distraigas a Rosalinde.
Fredi se queda quieto, callado. Sabe que en los próximos minutos la profesora le va a vigilar atentamente. Rosalinde se alegra de no tener que contestar a Fredi. Fredi no es capaz de comprender algunas cosas.
Hasta que toca la campana para el recreo, los pensamientos de Rosalinde sólo se ocupan de la aritmética.
-.-

Rosalinde se enfada. Se enfada con especial vehemencia, porque la causa de su enfado es ella misma. Continuamente se le olvida algo.
Por la noche, se repite diez veces:
—Tengo que meter las crayolas en la cartera. Mañana hay clase de dibujo y las necesito.
Pero al día siguiente, en el colegio, las crayolas no están en la cartera. A Rosalinde se le han olvidado en casa.
O también:
La abuela dice a Rosalinde:
—Cariño, voy a dormir una siestecita. Despiértame, por favor, a las tres. ¡Pero a las tres en punto!
Cada tres minutos Rosalinde mira el reloj para ver si son ya las tres. Y trece minutos antes de las tres Rosalinde enciende la televisión y ve cómo unos indios asaltan un fuerte y los matan en el asalto. A las cuatro en punto entra la abuela en el cuarto de estar, medio dormida, malhumorada y regañona.
—Realmente no puede una fiarse de ti. Se te olvida todo. No puedes retener nada. Eres peor que un viejo esclerótico.
Rosalinde olvida que tiene que hacer una redacción para el lunes. Se le olvida que su papá la espera a la puerta del colegio y, atravesando el patio, se marcha a casa por la puerta de atrás. Y el papá se pega un plantón.
A Rosalinde se le olvida que ha prometido prestar un libro a Fredi. Fredi dice que es una agarrada.
—Lo que te pasa es que no quieres prestarme el libro —asegura Fredi—. No es posible que te olvides siempre de todo.
Rosalinde hace grandes nudos en el pañuelo para recordar las cosas. Su mamá se lo ha aconsejado.
—Cuando veas el nudo en el pañuelo —le dice su mamá—, sabrás que era para no olvidar algo y, entonces, volverás a recordarlo.
Rosalinde tiene todos los cajones, los bolsillos de los pantalones y los bolsillos de las faldas llenos de pañuelos con nudos, que le recuerdan que debe acordarse de algo. Pero Rosalinde puede pasarse las horas muertas mirando el montón de pañuelos, sin que le recuerden de qué debía acordarse.
La abuela se queja de los pañuelos llenos de nudos.
—Es verdaderamente absurdo —dice la abuela— tener que pasarse horas deshaciendo nudos antes de lavar la ropa.
Su papá también se queja. Desde que Rosalinde quiere reforzar su memoria con nudos, él ya no encuentra ni un pañuelo en el armario de la ropa.
El abuelo consuela a Rosalinde. Dice que hay muchas personas muy inteligentes, muy sabias y muy listas, que son tan desmemoriadas como Rosalinde.
—A veces —dice el abuelo—, la falta de memoria es, incluso, indicio de que uno es un genio.
—Personas desmemoriadas —suele decir el abuelo— han llegado a recibir el premio Nobel.
—Quien tiene que pensar en cosas muy importantes —afirma el abuelo— es lógico que olvide algunas pequeñeces.
Esto era un consuelo momentáneo para Rosalinde, pero en seguida vuelve a enfadarse consigo misma.
A la inversa, Rosalinde no es en absoluto desmemoriada. Ya lo ha probado. Ocurre, por ejemplo, del modo siguiente:
Rosalinde se sienta en su cama. Frente a ella está el oso de peluche marrón. Durante un instante Rosalinde mira fijamente al oso de peluche. Después, se tumba en la cama y se ordena a sí misma: Rosalinde, no pienses más en el oso de peluche. Olvídalo.

Tumbada sobre la cama y con los ojos cerrados, Rosalinde intenta olvidar al osito. Piensa en la última fiesta de cumpleaños en casa de Fredi, piensa en un prado verde lleno de margaritas, en los deberes de aritmética, en un abrigo nuevo, de cuadros con esclavina de cochero. Piensa en un castillo, blanco como el mazapán de almendra, situado en medio de un mar azul. Piensa en Blancanieves y los Siete Enanitos...
Pero al mismo tiempo se atormenta así: En la fiesta de cumpleaños de Fredi un oso de peluche sopla las velas. Sobre el prado verde se halla sentado un oso de peluche, gordinflón, recogiendo margaritas con las que teje una guirnalda. En los deberes de aritmética Rosalinde tiene que obtener soluciones exactas con osos de peluche. Y el maniquí del escaparate, que lleva el abrigo de cuadros con esclavina de cochero, es un oso de peluche. Sobre la torre del castillo de mazapán, en el mar azul, un oso de peluche agita una bandera en la que hay bordado un oso de peluche. Y bajo las gorras de los Siete Enanos, bajo sus barbas, hay rostros de osos de peluche.
Es decir, que cuando la desmemoriada Rosalinde quiere olvidar algo no lo consigue.
—Esto es una faena increíble —gruñe Rosalinde—. Los circuitos cerebrales, que se ocupan en mi cabeza de la memoria y del olvido, deben de estar cruzados. Tiene que ser un defecto de nacimiento.
—Tenemos que vencer nuestros defectos de nacimiento —dice su papá.
—A propósito de falta de memoria —pregunta la abuela—, Rosalinde, ¿has recogido el periódico, al volver del colegio?
Rosalinde no ha recogido el periódico Se le ha olvidado.
—Es que tengo estropeados los circuitos del cerebro —se disculpa Rosalinde— Pero mañana —asegura—, seguro que mañana no se me olvida. Desde ahora voy a tratar de superar mi defecto de nacimiento.
A la mañana siguiente, mientras desayuna, Rosalinde se dice a sí misma:
—Voy a olvidar el periódico. Desde ahora ya no pienso más en el periódico. Ni uno solo de mis pensamientos será para el periódico. Ya ni siquiera sé si existen periódicos. No conozco la palabra «periódico».
A mediodía Rosalinde sube la escalera de su casa cantando. Hace sonar el timbre sin interrupción.
—¿Qué ocurre? —Pregunta la abuela.
—Te he traído el periódico —Rosalinde agita orgullosamente el periódico.
La abuela afirma que ha ocurrido un milagro.
—No es un milagro —replica Rosalinde—. Ahora conozco por fin la técnica adecuada para manejar mis circuitos.
-.-

A Rosalinde se le ocurren a veces ideas sobre profesiones.
Llega un momento en que todos necesitamos una profesión, había dicho mamá. A su debido tiempo, hay que pensar qué será de uno en el futuro.
Fredi ya sabe con exactitud qué será de él en el futuro. Fredi dice que será futbolista. Delantero centro. Si fuera posible, preferiría jugar en el Discordias F. C.
También le gustaría a Rosalinde llegar a ser futbolista. Le gustaría ser portera el día de mañana. Pero a todos los niños de su clase les da risa.
—Estás chiflada, completamente chiflada —le dicen, barrenándose una sien con el dedo.
Las niñas de la clase de Rosalinde encuentran también que es una completa chifladura eso de que una chica quiera ser portera de un equipo de fútbol.

Por eso mismo, Rosalinde ya no habla en clase de su profesión preferida. Piensa en profesiones de recambio: Conductora de camión, operaria de excavadora, deshollinadora, periodista deportiva...
Pero Rosalinde tampoco tiene mucho éxito en clase con las profesiones alternativas.
Las chicas, dicen todos en la clase, tendrán un día otras profesiones: Maestras, enfermeras, peluqueras, dependientas, mecanógrafas, pediatras...
De las doce niñas que hay en la clase de Rosalinde, cuatro quieren ser maestras, dos médicas de niños, una puericultora, dos peluqueras, una dependienta y una empleada de oficina. Rosalinde es la única que no quiere ser nada de esto.
Durante horas, durante días, durante semanas, durante meses, Rosalinde ha tratado de convencerse a sí misma. Se ha dicho insistentemente que podría ser maravilloso enseñar a los niños pequeños, además del uno por uno, el dos por dos.
Se ha imaginado a sí misma cómo, con una cofia blanca y una bata a rayas, toma la temperatura a los enfermos y les da medicinas y les sonríe alentadora.
Se ha imaginado que está en un precioso salón de peluquería y le hace a una señora una espléndida colección de bucles y la señora le dice elogiosamente:
—Señorita Rosalinde, me ha dejado usted estupendamente bien.
También ha imaginado ser dependienta. Ha despejado su mesa de estudio y ha puesto sobre ella todo lo que había en el frigorífico. El gato se ha acercado, haciendo de cliente. Rosalinde le ha vendido al gato embutido, queso y mantequilla.
—Vuelva a hacerme pronto el honor de su visita —le ha dicho Rosalinde, mientras el gato saltaba de la mesa con el embutido, o luego con el queso.
También ha preguntado Rosalinde a su mamá, que trabaja todas las mañanas en una oficina qué se hace allí. También ha reflexionado sobre la profesión de pediatra: Vacunar, mirar el interior de las bocas abiertas, escuchar sobre el pecho, tomar el pulso, recetar medicinas, decir «no tienes que tener miedo», oler a hospital, estar sentada en una habitación blanca, ganar mucho dinero, abrir barrigas, visitar niños enfermos a domicilio...
Después de reflexionar durante horas, días, semanas y meses, Rosalinde se dijo: «¡No! Todas ellas son cómodas, buenas y respetables profesiones, pero eso no significa nada para mí.»
Es decir, que no es nada comparado con ser capitán de navío, piloto de reactores, astronauta, ingeniera de puentes y portera de fútbol.
Fredi está de visita en casa de Rosalinde. Están jugando con la excavadora del cumpleaños, con la caja de construcciones y con la autopista. Rosalinde trata de explicarle a Fredi el problema de las profesiones. Fredi es su amigo. Fredi tiene que comprenderlo. Pero Fredi sostiene:
—Tú no puedes ser ingeniera. Hay que manejar muchas cifras y hacer muchos cálculos. Las chicas no estáis capacitadas para eso.
Fredi copia siempre los deberes de aritmética de Rosalinde. Si no hubiera tenido a Rosalinde de compañera de pupitre, le habrían puesto un montón de suspensos. Y cuando la profesora pregunta a Fredi, Rosalinde le apunta en voz baja.
—Además, las chicas no entendéis nada de técnica —dice Fredi.
El día anterior Rosalinde había arreglado el bolígrafo de cuatro colores de Fredi, porque Fredi no sabía hacerlo. Y otro día antes, Rosalinde le había explicado a Fredi para qué están las ruedas en el despertador y por qué un despertador necesita un resorte para la cuerda y cómo es que un reloj de pilas no necesita resorte y tiene muchas menos ruedas. Rosalinde lo sabe, porque el abuelo se lo ha explicado.
—Y capitán de navío es ya completamente imposible, porque un capitán tiene que ser muy valiente. Necesita tres veces más valor del que puede tener una chica.
En ese momento Rosalinde se pone furiosa y grita:
—¡Tonto, estúpido! ¿Quién se atreve a saltar desde el trampolín de tres metros? ¿Tú o yo? ¿Quién se atreve a bajar al sótano oscuro? ¿Tú o yo? ¿Quién se atreve a trepar al castaño? ¿Tú o yo?
Fredi hace como si todo eso no fueran cosas arriesgadas.
—Yo también podría hacerlo. Lo que pasa es que no quiero —dice Fredi.
Entonces la furia de Rosalinde llega a tal extremo que se pone roja y tiembla de ira. Se levanta de un salto y agarra a Fredi por un brazo.
—¡Reconoce que soy, por lo menos, tan valiente como tú! —vocifera.
Fredi no lo reconoce. Rosalinde levanta a Fredi del sillón y le sacude por el brazo. Fredi trata de soltarse, pero no lo consigue. Empieza a darle patadas en las espinillas a Rosalinde. La furiosa Rosalinde, con el dolor de las patadas, se pone más furiosa. Agarra a Fredi, lo levanta a pulso y lo arroja sobre la cama. Fredi cae ruidosamente sobre el colchón. El colchón cede, el armazón de la cama cruje y Fredi grita:
—¡De todos modos, no tienes bastante fuerza para una profesión masculina!
A Fredi le corren las lágrimas por las mejillas.
Rosalinde desiste. A veces, tener razón no sirve para nada. A veces, todas las evidencias de que una tiene razón no valen para nada. A veces, piensa Rosalinde, se puede llegar a perder la paciencia.
Fredi continúa tendido en la cama. Está ofendido. Rosalinde vuelve a sentarse junto a la mesa y deja que la excavadora dé vueltas, levantando materiales y volviendo a descargarlos. Ya verá él, piensa Rosalinde. Ya se dará cuenta. Llegará a ser dependiente, enfermero, ordenanza, camarero, niñero, cuidador de guardería.
¡Y ya vendrá a pedirme un autógrafo! Los autógrafos de porteras de fútbol son muy solicitados. Y tendrá que hacer cola para acercarse a mí, una cola muy larga.
Pero ya veremos si le doy o no mi autógrafo, piensa Rosalinde.
-.-

Rosalinde tiene un tío que se llama Egon y que a menudo le hace preguntas estúpidas.
—¿Quieres más a papá o a mamá? —pregunta—. ¿O quieres a la abuela más que a nadie?
Se planta delante de Rosalinde, mueve la cabeza, le clava su enorme dedo índice en la tripa y exclama:
—¡Vamos, dime! ¿A quién quieres más?
—Quiero a todos igual —responde Rosalinde.
Entonces, el tío Egon retira por fin el dedo de su tripa, deja de mover la cabeza y sonríe tan satisfecho.
Pero, al parecer, el tío Egon es enormemente olvidadizo, porque cuando vuelve de visita empieza otra vez a mover la cabeza, taladra con su índice la tripa de Rosalinde y pregunta:
—¿A quién quieres más?
Desde que Rosalinde sabe hablar, y ya hace algunos años de eso, cada jueves, cuando viene el tío Egon, responde a esas preguntas tontas. Y luego, se pregunta a sí misma si le ha dicho la verdad al tío Egon. Si realmente quiere «igual» a toda la familia.
—Claro que no —se contesta Rosalinde—. Ni siquiera cada día quiero a cada uno igual.
El lunes la abuela está de malhumor. Durante el desayuno, pone el grito en el cielo porque Rosalinde juega con migas de pan. A mediodía organiza una regañina porque Rosalinde no se ha limpiado los zapatos en el felpudo de la entrada. Se pone furiosa ante los deberes de Rosalinde.
—¡Esto está muy mal escrito! —grita—. Hazlo otra vez.
Y se niega a darle dinero a Rosalinde para un cuaderno con el Pato Donald en la tapa.
—Quien hace unos deberes tan sucios no necesita cuaderno.
El martes la abuela está de buen humor. Ni se da cuenta de que Rosalinde juega con migas de pan. Limpia sin protestar las manchas de barro en el suelo del recibidor. Elogia los deberes de Rosalinde, a pesar de los borrados, de las tachaduras y de los borrones. Y le da dinero para un cuaderno gordo con el Pato Donald en la tapa.
¿Se puede querer lo mismo a la abuela del lunes que a la del martes?
Yo no puedo, es imposible; piensa Rosalinde.
—El lunes tuvo la abuela un dolor muy fuerte de lumbago —dice el abuelo.
—El martes le desaparecieron los dolores como por encanto —dice papá.
—La abuela está contenta cuando se encuentra bien y malhumorada cuando se encuentra mal —dice mamá.
O sea, que Rosalinde debía querer un poco más a la malhumorada abuela del lunes que a la alegre abuela del martes. A causa del lumbago. Porque, precisamente por los dolores, el lunes lo necesitaba más.
Tampoco Rosalinde recibe todos los días el mismo cariño de todos. Y cuando le va mal, tampoco le dan más cariño que los otros días.
Naturalmente que no. Ya pueden decir todos ellos lo que quieran, que Rosalinde recibe de cada miembro de la familia distinto cariño cada día.
Y algunas veces, piensa Rosalinde, no me tienen ningún cariño.
El miércoles pasado nadie quería a Rosalinde. Ni siquiera el abuelo.
El miércoles pasado ocurrió lo siguiente:
Rosalinde, por desgracia, se levantó de la cama con el pie izquierdo. Cuando sale uno de la cama con el pie izquierdo por delante, sólo se tienen disgustos y preocupaciones. Eso lo saben todas las personas supersticiosas. Rosalinde lo sabe también.
El primer disgusto del miércoles llegó a los treinta segundos de levantarse. Rosalinde necesitaba ir a hacer pis con mucha urgencia. Echó a correr desde su cuarto, doblando la esquina del recibidor hacia la puerta del cuarto de baño. Desgraciadamente sus ojos no estaban aún abiertos del todo. Los ojos de Rosalinde, cuando está recién levantada, son unas rendijas estrechas, llenas de la arenilla del sueño. Por eso, Rosalinde no vio el perchero, que estaba en medio del recibidor. Donde no debía estar, porque su sitio es al otro lado de la esquina del recibidor, junto al espejo. Rosalinde llegó al perchero, corriendo a toda velocidad, y se dio un trompazo en plena frente con el mango de un paraguas que estaba colgado allí.
Rosalinde empezó a gritar. Por la mañana temprano su cabeza no soportaba los mangos de los paraguas.
El perchero cayó al suelo.
Mamá salió de la cocina.
—¡Por Dios —dijo mamá—, no hagas tanto ruido por tan poca cosa!

Mamá observó la frente de Rosalinde.
—Ni siquiera te ha salido un chichón.
¡Como si solamente los chichones pudieran doler!
Rosalinde atizó un puntapié al perchero caído.
—¡Idiota, estúpido asqueroso! —gritó.
—¿Estás mal de la cabeza o te has vuelto loca? —exclamó mamá.
A continuación, exigió a Rosalinde que levantara el perchero del suelo, y volviera a colgar en él las chaquetas y abrigos que se habían caído. Rosalinde se llevó las manos a la cabeza y resopló:
—¡Que lo levante el imbécil que ha puesto este trasto en medio del recibidor!
Rosalinde volvió a atizar un puntapié al perchero, antes de saltar por encima de él en dirección al cuarto de baño. La puerta estaba cerrada por dentro. Rosalinde movió el picaporte repetidamente. Lo movió con mucha energía.
—¡Basta! ¿Qué pasa? Saldré en cuanto haya terminado —vociferó su papá desde dentro.
—¡Pero es que tengo que entrar! —gritó Rosalinde—. ¡Tengo que entrar urgentemente!
Volvió a agitar el picaporte. Su papá salió del cuarto de baño.
—¿Qué te pasa hoy, que pareces un enano furioso? —preguntó, mientras se subía la cremallera del pantalón—. Y ya sabes que lo más horrible es ponerse como un enano furioso.
Si algo no podía soportar en la vida Rosalinde es que la llamasen «enano furioso». «Ogro», aún podía pasar. Un ogro es grande, malo, terrible. Pero «enano furioso» es vulgar. Convertía su furia, su ira y su dolor, en algo ridículo e insignificante. Era como decirle: Nadie te toma en serio. No das miedo, ni produces compasión. Das risa.
Rosalinde entró en el cuarto de baño. Quiso cerrar la puerta empujándola suavemente. Pero la puerta hizo tal ruido al cerrarse que el armario del recibidor se tambaleó. Y en el piso de abajo, seguro que se tambaleó también la lámpara del recibidor. Al señor que vive en el piso de abajo eso es algo que no suele gustarle. Lo más seguro es que escriba una carta al administrador, quejándose. Y el administrador escribirá una carta al abuelo, en la que le transmitirá la queja. Y el abuelo le pondrá la carta a Rosalinde delante de las narices y le dirá que no quiere verse metido en líos por su culpa.
Rosalinde no tiene ningunas ganas de salir del cuarto de baño. Ya se lo sabe. Sabe exactamente cómo va a continuar esta horrible mañana. De inmediato en esta horrible mañana toda la familia recriminará desdeñosamente a Rosalinde. No le dirigirán la palabra. Harán como si Rosalinde no estuviera. Ni siquiera responderán, cuando Rosalinde les pregunte algo. Ella será como el aire. Aire transparente y sutil. Y Rosalinde tenía toda la razón.
Salió del baño y el perchero estaba otra vez en pie, a la vuelta de la esquina, junto al espejo. Los abrigos, chaquetas y paraguas colgaban de nuevo en sus brazos.
Mamá, papá, el abuelo y la abuela estaban en la cocina desayunando. Rosalinde entró también en la cocina. Se sentó a la mesa. Nadie le sirvió el cacao, nadie le preguntó si quería pan con miel o pan con mermelada. Rosalinde decidió no pedir nada. Volvió a levantarse. Otras veces, los días en que le tenían cariño a Rosalinde, nadie en la familia hubiese consentido esto.
—Rosi, necesitas echarle algo al estómago —solía exclamar mamá.
—Bebe por lo menos unos sorbitos de cacao —decía la abuela.
—Toma un mordisquito de mi pan —le rogaba el abuelo.
Papá se reía y solía decir:
—Con el estómago vacío, tesoro, no aguantarás el colegio.
Este miércoles-de-pie-izquierdo nadie dijo una palabra cuando Rosalinde salió de la cocina. Ni siquiera el gato, que estaba en el recibidor sentado sobre la mesita del teléfono, se dejó acariciar por Rosalinde. Soltó un «miau», arqueó el lomo, saltó de la mesa y corrió al cuarto de estar.
—¡Estúpido animal! —gritó Rosalinde al gato—. ¡Idiota, imbécil!
Rosalinde se dirigió a su habitación, con una sensación de amargura. Se sentó en la silla del escritorio y empezó a pensar: Si me quedo aquí quieta, tendrán que venir a hablar conmigo. Tendrán que venir a decirme: «Rosalinde, vístete enseguida, date prisa, que vas a llegar tarde al colegio.»
Tienen que venir, como muy tarde, a las siete y media, calculó Rosalinde.
Se puso a mirar el despertador, que estaba sobre la mesilla de noche. Faltaban cuatro minutos para las siete y media. Y ella estaba allí sentada, en camisón, sin lavar y sin peinar.
A las ocho menos veinticinco Rosalinde seguía sin lavar y sin peinar, en camisón, sentada ahora sobre la cama. Empezaba a brillar el sol. Nadie, ni siquiera el abuelo, quería tratos con ella. A nadie le importaba si ella llegaba tarde al colegio. Era indignante. Era el colmo del cinismo.
Rosalinde se levantó, se quitó el camisón y se puso el vestido del día anterior, que estaba tirado junto a la cama. Se pasó los dedos por su largo pelo castaño. Agarró la cartera, se dirigió al recibidor y descolgó el abrigo del perchero.
Nadie gritó: «¡No puedes irte sin lavar y sin peinar, cariño!»
Me dejan salir de casa sucia, desgreñada y desmoralizada, pensó Rosalinde. Lo que me pase les deja fríos, fríos como arenques en gelatina.
Y ¿por qué? Porque he chocado contra el maldito perchero y porque la puerta del cuarto de baño se me ha escapado de la mano. Una familia que por dos pequeñeces como esas ya no siente cariño por una, es una familia infame.
Rosalinde salió de casa y la puerta volvió a escapársele un poco de la mano.
Rosalinde bajó la escalera. El enojo y la ira habían desaparecido. Sólo estaba triste. Muy triste. Tenía en la cabeza ideas enormemente tristes.
Sus pensamientos eran, más o menos, así:
Cuando me muera sin rechistar, entonces llorarán por mí. Entonces, lo lamentarán. Pero desgraciadamente ya será tarde.
Durante todo el camino hasta el colegio, que Rosalinde tuvo que recorrer sola porque ya era muy tarde, fue analizando con detalle estas fúnebres ideas.
Allí, en el centro de la capilla del cementerio, había un pequeño féretro, cubierto con un paño mortuorio plateado. Alrededor del féretro había coronas de rosas rosa, de lilas lila, violetas violeta y primaveras de un suave amarillo. Entre el mar de flores aparecían las cintas de las coronas, blancas como la nieve, con leyendas en letras doradas. En ellas ponía: DE TUS DESCONSOLADOS PADRES - DE TUS APENADOS ABUELOS - ¡NUNCA TE OLVIDAREMOS! Hasta el señor del piso de abajo, el de la lámpara oscilante y las cartas de queja, había enviado una corona.
Alrededor del féretro y de las flores había mucha gente de pie. Llevaban trajes negros y sombreros negros. Lloraban. Sollozaban. En voz baja decían que la niña más adorable, la más simpática, la más encantadora, «se nos ha ido». Los que más sollozaban eran papá y mamá, el abuelo y la abuela. Mamá gemía, apretando contra sus labios un diminuto pañuelo:

—Aquella mañana tuvo que salir de casa sin una palabra de cariño. ¡Fui un monstruo!
A papá, que generalmente nunca llora, le rodaban gruesas lágrimas por sus mejillas hundidas. Con voz débil decía:
—Y yo la llamé enano furioso... ¡Nunca me lo perdonaré!
La abuela no decía nada, porque, con tanto sonarse y sollozar, no podía emitir palabra. Y el abuelo estaba blanco, como una sábana recién lavada, y decía, con los ojos húmedos:
—Este es un golpe mortal para mí. Rosalinde, te seguiré muy pronto.
Precisamente cuando Rosalinde meditaba cómo tendría que continuar el velatorio, si ella debía seguir muerta del todo o si debía ser tan bondadosa como para levantar la tapa del féretro, apartar el paño mortuorio y, llena de benevolencia, decir: «Aquí estoy de nuevo, queridos míos. Os perdono y espero que hayáis comprendido cuán injustos y brutales habéis sido conmigo», precisamente en ese momento alguien agarró a Rosalinde por un hombro, con fuerza y decisión.
Era el policía que estaba todas las mañanas en la esquina y que le gritó:
—¡Abre bien los ojos, niña! El semáforo está en rojo. Todavía eres muy joven para morir.
Rosalinde estaba asustada. Temblaba un poco. Se sentía mareada. Tal vez porque estaba con el estómago vacío o tal vez porque no estaba acostumbrada a que los policías la agarrasen por el hombro.
—Ahora ya está verde. No te duermas de pie —dijo el policía.
Rosalinde saludó al policía con una inclinación de cabeza, cruzó por el paso de cebra y dejó de temblar y de sentirse mareada. Siguió caminando hacia la escuela, ya sin pensar en su velatorio. Ahora pensaba en su muerte. ¡Pues claro! ¡Un accidente de circulación camino del colegio! ¡Eso es! ¡Tenía que ocurrir antes del magnífico funeral!
Un accidente de circulación ocurre así:
Por la derecha viene el tranvía sin tocar la campanilla. Por la izquierda se acerca a gran velocidad un deportivo azul sin tocar el claxon. ¿Por qué habían de tocar la campanilla y el claxon? Ambos tienen luz verde. Eso lo ve todo el mundo. Sólo Rosalinde, que está frente al semáforo, no lo ve. Quien tiene tantas preocupaciones en la cabeza como Rosalinde no puede fijarse en los semáforos. Sólo puede pensar siempre en lo mismo: «Nadie siente cariño por mí, nadie me quiere, soy tremendamente desdichada.»
Con los ojos cegados por las lágrimas, Rosalinde da un traspié, baja de la acera a la calzada y se encamina hacia el tranvía y el deportivo azul. El policía de la esquina está mirando justo en la dirección opuesta, porque por allí pasa una señorita con unas piernas maravillosas sobre unos altos tacones. El policía siente inclinación por las bonitas piernas de las chicas. El tranvía frena. El conductor del deportivo azul frena también. Se producen unos terribles chirridos y crujidos. Una mujer, en la esquina, chilla más fuerte que el tranvía y el coche juntos.
Exactamente, Rosalinde cruza por delante del tranvía, pero se da de bruces con el deportivo azul, choca contra él, salta por los aires y cae, dándose un tremendo golpe contra los adoquines de la calle. Ya no ve nada, ya no siente nada, sólo puede oír un poco todavía.
—¡Pidan ayuda! —oye decir.
—Ya no necesita ninguna ayuda —puede oír.
—¡Dios mío, pero si es Rosalinde...! La niña más simpática de todo el barrio —dice alguien.
—Sus padres, los pobres, van a quedar destrozados —oye aún.
Luego, ya no oye nada. Está muerta.
Rosalinde suspira. Profunda y tristemente. Los pensamientos sobre la muerte causan gran pesar.
Y ahora, encima, está empezando a llover. Rosalinde corre hacia el colegio. Junto a la puerta, pegado a la pared, está Fredi.
—¡Rosalinde, Rosina! —grita Fredi—. ¡Menos mal que has venido! Ya estaba pensando que estabas enferma.
Rosalinde mira a Fredi.
—¿O es que estás enferma de verdad? —pregunta Fredi—. Tienes muy mal aspecto: Igual que mi hermano pequeño antes de caer con el sarampión. ¡De verdad!
Fredi coge una mano de Rosalinde. Rosalinde tiene la mano fría.
—Menos mal que no tienes fiebre —dice Fredi, contento—. El auténtico sarampión siempre da fiebre —aclara.
—Yo no puedo tener el sarampión, porque ya lo he pasado —dice Rosalinde.
Y toma la decisión de no morirse.
No podía hacer eso a Fredi. Fredi estaba muy preocupado por ella. Fredi le tenía cariño. Fredi la necesitaba. ¿Quién le iba a soplar, cuando le preguntaran en clase, si Rosalinde estaba muerta? ¿Quién le dejaría a Fredi copiar los problemas de aritmética, si Rosalinde yacía en el cementerio?
Rosalinde entró en la escuela con Fredi. Subieron por la escalera hasta el primer piso. La escuela estaba en silencio. No había niños en los pasillos.
—Rosina, creo que llegamos demasiado tarde —susurró Fredi.
—No importa —dijo Rosalinde, encogiéndose de hombros.
Al que casi ha estado muerto y enterrado llegar un poco tarde no le importa mucho.
Frente a la puerta de la clase, Fredi se detuvo.
—Ahora que me acuerdo —le dijo a Rosalinde—. ¿Qué pasa con lo de esta tarde? ¿Le has preguntado a tu mamá si puedo ir a tu casa?
Rosalinde negó con la cabeza.
—No pude —dijo—. Hoy por la mañana me tenían todos una rabia tremenda. No han hablado nada conmigo. Ni una palabra.
—Entonces, ¿no puedo ir? —preguntó Fredi, con tono triste.
—¡Pues claro que puedes venir! —soltó Rosalinde, tan fuerte que sus palabras retumbaron en el pasillo vacío—. Claro que puedes venir. Seguro que al mediodía, lo más tarde, ya han hecho las paces conmigo. Mi familia no es rencorosa.
Rosalinde abrió la puerta de la clase.
El largo Pepi estaba junto al encerado y tenía que introducir las letras H o B en los espacios que la profesora había dejado en blanco al escribir las palabras de los ejemplos.
—¡Pero Pepi! —gritó la profesora, justamente indignada, porque el largo Pepi no había escrito H delante de —ABER.
En aquel momento la profesora miró hacia la puerta, vio a Rosalinde y a Fredi y preguntó:
—Bien, ¿qué os ha pasado a vosotros dos?
Rosalinde, compungida, bajó la cabeza y dijo:
—Perdone; es que nos hemos dormido.
—¡Está bien! —dijo la profesora, suspirando—. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Lo importante es decir la verdad. Prefiero al niño que, cuando llega tarde, confiesa que se ha dormido que al que lo oculta con una excusa tonta.
Rosalinde se dirigió a su pupitre.
La verdad, pensó Rosalinde.
Excusas, pensó Rosalinde.
Si ella supiera..., pensó Rosalinde.
Rosalinde se sentó, sacó lápices y cuadernos de la cartera, los puso sobre el pupitre y pensó:
Quizá debería decir la verdad.
Tendría que decir:
En primer lugar, el perchero no estaba en su sitio. Luego, la puerta del cuarto de baño se me escapó de las manos. Después, me han hecho un funeral. A continuación, he muerto atropellada y, por fin...
—Rosalinde —llamó la profesora— ¿Qué pasa? Al parecer sigues dormida.
—Perdone, no estoy durmiendo, estoy pensando —respondió Rosalinde.
Y ¿qué pensabas? —preguntó la profesora.
Rosalinde se levantó y se sonrojó ligeramente, pero con decisión dijo:
—Estoy pensando qué hacer con la VERDAD.
La profesora miró asombrada a Rosalinde. Luego, se le formó una profunda arruga en la frente, movió la cabeza con enojo y exclamó:
—Pero, Rosalinde, ahora estamos con la B. Verdad es una palabra que tiene V. De la V hablaremos la semana próxima.
Rosalinde asintió y pensó:
«Algunas veces sucede que los mayores le distraen a una de sus reflexiones, sin más ni más. Parece como si tuvieran algo en contra del pensamiento...»