Christine Nöstlinger
Rosalinde tiene un agujero en los
calcetines. Rosalinde tiene una venda en la rodilla. Rosalinde tiene una
mariquita en la mano. Rosalinde tiene una cadena alrededor del cuello.
Rosalinde tiene ideas en la cabeza.
Su mamá observa el agujero de los calcetines.
Su papá observa la venda de la rodilla. Su gato observa la mariquita de la
mano. Su abuela observa la cadena del cuello. Nadie se fija en las ideas de su
cabeza.
—Cuando te quedas pensativa
hurgándote la nariz —le dice—, es que tus pensamientos están en la tabla de
multiplicar.
»Si te asoma a los labios la punta de
la lengua mientras estás pensando es que por tu cabeza ronda la idea de cómo
escribir la H muda.
»Cuando te pones a pensar con los
ojos cerrados con fuerza y los labios delgados como una línea, entonces las
ideas de tu cabeza son de rabia contra alguien.
»Y cuando estás pensando en algo con
los ojos muy abiertos y brillantes y con los labios húmedos, las ideas de tu
cabeza son algo así cómo me-apetecería-una-tarta-de-nata —le dice el abuelo.
También dice que ha observado
atentamente a Rosalinde durante años y la conoce bien. Se conoce la cabeza de
Rosalinde como la suya propia.
Rosalinde va a su habitación, se
sienta delante del espejo grande y se pone a pensar y a mirar a la Rosalinde
del espejo. Durante una hora se queda sentada pensando y mirando. Luego se
levanta y se va a buscar al abuelo.
El abuelo está en la cocina
arreglando la plancha. El botón que selecciona la temperatura no gira cuando la
plancha está caliente.
La abuela está junto al abuelo, de
mal humor. No quiere que el abuelo arregle la plancha. Quiere comprar una
plancha nueva.
—Siempre lo mismo, en seguida a
comprar —protesta el abuelo—. No se te ocurre otra cosa que ir corriendo a
comprar.
—Esta plancha tiene ya diez años
—contesta la abuela—. Hoy día ya no se arreglan las planchas. Me lo ha dicho el
electricista.
—No hay en el mundo otro viejo tan
avaro y tacaño como tú... —dice la abuela, pero se calla porque Rosalinde entra
en la cocina y los mayores no deben reñir delante de los niños.
El abuelo deja sobre la mesa de la
cocina el botón de la plancha que tenía en la mano, mira a Rosalinde y
pregunta:
El abuelo le explica que antes tiene
que limpiar las gafas para poder ver claramente la cara de Rosalinde. Se quita
las gafas, saca el pañuelo del bolsillo del pantalón, escupe en los cristales y
los frota con el pañuelo limpio.
El abuelo responde
a la abuela que los pensamientos no pueden compararse con las planchas. Las
planchas son sólidas, duras y resistentes. Los pensamientos son frágiles,
transparentes y delicados. Para los pensamientos se necesitan unas gafas
perfectamente limpias, sin la menor partícula de polvo. La plancha, dice el
abuelo que también puede verla sin gafas. ¡Al fin y al cabo no está ciego!
—Rosalinde, tu labio inferior tiembla
de aflicción, tienes los párpados caídos y las pestañas arrojan tristes sombras
sobre tus pálidas mejillas. Tienes pensamientos tristes, pensamientos muy, muy
tristes, cariño.
—¡Claro! —exclama el abuelo—. ¡Pues
claro! ¡Ya lo tengo! Piensa que el próximo miércoles es tu cumpleaños y que
nadie te va a regalar la excavadora con mando a distancia, porque
desgraciadamente eres una niña.
—Me han pasado por la cabeza ideas
estupendas —dice—. He pensado que el próximo miércoles, día de mi cumpleaños,
seguro que tú me vas a regalar la excavadora teledirigida. Y además se me ha
ocurrido que jugaremos con ella los dos juntos.
Rosalinde está completamente segura
de que su abuelo le regalará la excavadora por su cumpleaños. Ayer mismo, el
abuelo volvió a casa con una bolsa grande. El pico de una caja roja sobresalía
de la bolsa. La excavadora que quiere Rosalinde la venden en una caja roja
igual que aquélla. JUEGOS &
DEPORTES MEIER, ponía en la bolsa. La excavadora que ella quiere está en el
escaparate de JUEGOS & DEPORTES MEIER.
El abuelo se fue corriendo a su
habitación con la bolsa, la guardó en el armario y lo cerró con llave. Y eso
que el abuelo nunca cierra su armario con llave.
Rosalinde le preguntó más tarde al
abuelo qué era lo que había traído a casa en la bolsa. El abuelo aseguró que en
la bolsa había nuevos anzuelos para su caña de pescar.
Pero ¿desde cuándo se empaquetaban
diminutos anzuelos en grandes cajas rojas y se guardaban en el armario
cerrándolo con llave?
El abuelo mueve la cabeza de un lado
a otro. Busca una rosca pequeña en la caja de las herramientas y dice:
—En primer lugar, cariño, no te voy a
regalar una excavadora, porque las excavadoras son juguetes para niños...
—Y en segundo lugar —le interrumpe la
abuela—, no te regalarán una excavadora porque son muy caras, cariño. Un hombre
que no le permite tener a su mujer una plancha nueva cada diez años, no le
compra a su nieta una excavadora. Le regalaré por su cumpleaños unas golosinas
que estén en oferta.
—Y tercero —dice el abuelo—, ¿puedo
saber por qué pones una cara tan triste cuando piensas en la excavadora? ¿Es
que ya no la quieres? ¿Acaso la señorita caprichosa desea ahora algo distinto?
—La cara triste era para disimular.
He puesto cara triste a pensamientos alegres. Pero también puedo pensar en algo
triste y reírme al mismo tiempo.
La tortilla a la vienesa le gusta a
Rosalinde casi tanto como la tarta de nata. Se pone a pensar: «Espinacas», y se
ríe al mismo tiempo.
El examen de aritmética ha sido
aplazado hasta la próxima semana, porque la profesora se ha puesto enferma.
Pero el abuelo todavía no lo sabe.
Fredi es el mejor amigo de Rosalinde
y hoy han hecho las paces después del colegio. Pero todavía no se lo ha contado
al abuelo.
-.-
Rosalinde también tiene en la cabeza
pensamientos que no puede contar a nadie. Pensamientos muy secretos. Uno de los
pensamientos que hay en la cabeza de Rosalinde es:
«¿Dónde-estará-el-botón-de-la-plancha?»
En la cocina de la casa de Rosalinde
hay un balcón. En el sitio en el que en otras casas hay una ventana en la casa
de Rosalinde hay unas puertas vidrieras que dan al balcón. Es un balcón muy
pequeño. No es mucho más grande que una toalla de baño mediana. La abuela llama
al balcón «mi jardín de plantas aromáticas». La abuela tiene en el balcón dos
tiestos. En uno debían crecer cebollinos y en el otro yerba angélica. La abuela
riega sus dos tiestos todos los días y los abona una vez por semana, pero, a
pesar de ello, allí no crece nada verde. Apenas brota de la negra tierra un
diminuto tallo de cebolleta o una hojita de yerba angélica viene el gato y se
la come. La abuela ha plantado amaro, que es una especie de salvia de olor
nauseabundo, para que el gato deje en paz los cebollinos y la yerba angélica.
Pero el gato ni siquiera lo mira, a pesar de que la abuela trata de
convencerle. Al gato sólo le gustan los cebollinos tiernos y la angélica
fresca. Por eso, la abuela ha prohibido que el gato salga al balcón.
—¡Condenado gato! —dijo la abuela—.
No vuelvas a pisar el balcón. No voy a permitir que destruyas mi jardín de especias.
Pero todo el mundo sabe que a los
gatos les gustan los balcones y el sol que da en ellos. Y a los gatos, también
lo sabe todo el mundo, no se les aparta tan fácilmente con prohibiciones,
tampoco de los balcones. Los gatos se acurrucan inmóviles debajo de la mesa de
la cocina, nadie en la casa tiene la menor idea de que estén allí y, apenas se
le ocurre a alguien abrir el balcón, ya está el gato fuera, sentado entre los
cebollinos y la yerba angélica, y ni se le ocurre volver a la cocina. Ni siquiera
vuelve cuando la abuela intenta atraerle con un pedacito de jamón. Tampoco
puede ir la abuela al balcón, agarrar al gato y meterlo en la cocina, porque el
gato es mucho más ligero que la abuela. Si ve que la abuela se aproxima al
balcón regañando, salta primero a la balaustrada y luego, al canalón. En el
canalón se acurruca durante horas, y toda la. familia, temblando por si el gato
no puede saltar de nuevo al balcón sin caerse. La casa de Rosalinde está en un
quinto piso.
La tarde en la que el abuelo arreglaba
la plancha y Rosalinde ponía cara triste a pensamientos alegres y cara alegre a
pensamientos tristes, aquella tarde, nada más decir el abuelo que Rosalinde se
había convertido en otra persona, Rosalinde salió al balcón de la cocina y allí
estaba el gato.
Se había colocado entre los
cebollinos y la yerba angélica. Hecho una bola, se había dormido apaciblemente.
Rosalinde estuvo agachada cerca de media hora junto al gato, tratando de
hacerle jugar. Le rascó entre las orejas, le tiró del rabo, le dio empujones en
la barriga, balanceó un cordón delante de sus ojos.
Pero los gatos son testarudos. Cuando
quieren dormir, duermen. Los gatos no tienen compasión de una niña que les
aburre.
Media hora después Rosalinde volvía a
la cocina, porque el gato, con un bufido de irritación, había clavado diez
afiladas uñas en las manos que le molestaban.
En la cocina estaban todavía el
abuelo y la abuela. El abuelo, renegando, recorría a gatas el suelo de baldosas
de la cocina. Buscaba el botón del termostato, con el que se puede regular la
temperatura de la plancha.
—¡Maldito y condenado chisme!
—murmuraba el abuelo, mientras hurgaba con una escobilla debajo del armario de
la cocina—. El estúpido botón tiene que estar en alguna parte.
Pero el botón de la plancha no estaba
en ningún sitio. Ni debajo de la cocina de gas, ni detrás del frigorífico, ni
debajo de la mesa.
La abuela estaba junto al fuego,
removiendo el contenido de una olla grande. En la olla había sopa húngara.
—Seguro que lo tiene el gato —dijo la
abuela—. Con toda seguridad lo ha robado el gato y se ha escapado con él. El
abuelo no lo encontrará.
—¡Eso es un disparate! —gritó el
abuelo desde el vestíbulo—. El gato no estaba en la cocina, no puede tenerlo.
—El gato siempre está donde no se le
ve. Eso lo sabemos todos. Y se lleva botones continuamente. También robó el
botón negro de tu abrigo, ¿ya no te acuerdas?
El gato había robado, efectivamente,
el botón negro del abrigo del abuelo. Toda la familia lo había visto. En aquel
momento la abuela estaba sentada en el cuarto de estar, tenía el abrigo del
abuelo sobre las rodillas y acababa de enhebrar la aguja con hilo negro, cuando
el gato se subió de un salto a la mesa, atrapó con la boca el botón del abrigo,
saltó al suelo y escapó antes de que la abuela pudiera gritar:
Durante dos días toda la familia
estuvo buscando el botón negro del abrigo. Pero no apareció hasta que mamá hizo
la limpieza de Pascua. Estaba en el estante superior de la librería. Pero ya
hacía tiempo que en el abrigo del abuelo había otro botón en sustitución de
aquél. Rosalinde dijo a la abuela:
—El botón de la plancha no puede
tenerlo el gato. El gato ha estado todo el tiempo en el balcón. Yo soy testigo
de que es verdad.
—¡Pamplinas! —dijo la abuela,
mientras removía rápidamente la sopa—. ¡Pamplinas! ¿Qué sabes tú? El gato tiene
que habérselo llevado. Si no, ya habría aparecido. —Y, dirigiéndose al abuelo
que estaba en el vestíbulo, gritó—: ¡Deja ya de buscarlo! No tiene sentido. El
botón de la plancha lo tiene el gato.
El abuelo no lo creía así y siguió
buscando el botón del termostato. Rosalinde, que tampoco lo creía, ayudó al
abuelo en la búsqueda. El abuelo y Rosalinde buscaron hasta en los escondrijos
donde no es posible que esté un botón como aquél. Buscaron en el cubo de la
basura, en el cesto de la costura y en el paragüero. Levantaron la tapa del
retrete, abrieron las puertas correderas del armario del vestíbulo, enrollaron
la alfombra. Pero, por fin, abandonaron la búsqueda.
—Mañana o pasado aparecerá el maldito
botón en cualquier parte. Entonces, lo pondré en la plancha y asunto concluido.
—¡No, nada de asunto concluido! —dijo
la abuela—. Porque yo no puedo estar esperando la plancha hasta pasado mañana.
Tengo dos cestos llenos de ropa para planchar. Mi vestido negro está entre ella
y lo necesito mañana para el entierro de la portera. Y aún tengo que planchar
hoy.
La abuela se desató el lazo del
delantal de cuadros azules y blancos. Colgó el delantal en un gancho de los
paños de cocina. Se puso el sombrero verde y la chaqueta roja. Cogió un par de
billetes del bote en el que se guardaban los ahorros y los metió en su bolso.
El abuelo suspiró. Con tristeza,
recogió las herramientas, los tornillos y los trozos de cable, y los guardó en
la caja de las herramientas. Con tristeza, colocó la plancha arreglada, a la
que sólo faltaba el botón del termostato, sobre el alféizar de la ventana.
En la mesa de la cocina quedaba un
poco de polvo metálico y algunos restos negros, pegados a la superficie del
tablero.
Rosalinde cogió la esponja de la pila
y limpió la mesa. Los dedos se le quedaron mojados. Buscó un paño de cocina
para secarse los dedos y vio colgado el delantal de cuadros azules y blancos de
la abuela.
Rosalinde se secó las manos en el
delantal y notó algo duro. Aquella cosa dura estaba en el bolsillo del delantal
de la abuela. Rosalinde pensó que podía ser un bombón. Metió la mano en el
bolsillo del delantal para sacar el bombón y se encontró con el botón del
termostato de la plancha en la mano.
Un rato, mucho rato, estuvo Rosalinde
mirando fijamente el botón de la plancha y preocupada con sus pensamientos,
pensamientos completamente secretos, que a nadie podía contar, acerca de su
abuela.
Al día siguiente, después de comer,
mientras toda la familia estaba aún sentada alrededor de la mesa de la cocina,
la abuela se dirigió al balcón con la pequeña regadera, para regar los
cebollinos y la yerba angélica. Llevaba puesto y atado a la cintura el delantal
a cuadros azules y blancos.
—¿Te ha picado un abejorro, te ha
mordido una serpiente o qué te ha pasado? —preguntó el abuelo, al volver la
abuela del balcón.
—¡Estaba en la maceta de la yerba
angélica! —exclamó—. Exactamente lo que yo había dicho. El gato lo sacó afuera.
¡Vaya un animal!
Este hecho volvió a preocupar a
Rosalinde y le provocó ideas muy secretas sobre la abuela. Ideas que a nadie
podía contar.
El abuelo cogió el botón y se lo puso
a la plancha. Y demostró a mamá, a papá y a Rosalinde lo bien que funcionaba
otra vez la vieja plancha.
—¡Como nueva! Perfecta y estupenda
—dijo el abuelo—. Aún podría planchar cien años este magnífico aparato.
—Si yo hubiera adivinado que el
dichoso chisme iba a aparecer tan pronto, no me habría comprado una plancha
nueva.
—Yo creo que una se pone colorada al
mentir cuando no está acostumbrada a las mentiras, cuando se es principiante. A
los mentirosos auténticos, experimentados y taimados, se les queda la cara
completamente blanca cuando mienten.
Rosalinde miró a la abuela. La cara
de la abuela no estaba colorada. Pero tampoco estaba blanca. La cara de la
abuela estaba exactamente igual que siempre.
-.-
A Rosalinde también le rondan por la
cabeza ideas sobre su nombre. Desde que fue de paseo con su mamá el domingo
pasado tiene esas ideas.
Rosalinde y su mamá fueron a pasear
el último domingo por el parque. En la zona de juegos, encaramado a la
estructura de hierro, había un niño que hizo señas con la mano a Rosalinde. Era
Siegfried. Rosalinde también le saludó con la mano, mientras su mamá decía:
—Pero si no es nada pobre... —dijo
Rosalinde a su mamá—. Tiene tres veces más dinero que yo para gastos y por su
cumpleaños no le regalan una excavadora, sino un televisor en color para su
cuarto.
Pero su mamá insistía en lo de pobre
Siegfried. Decía que un niño bajito, delgado y estrábico, con pecas, cabello
rojizo y una nariz como una patata, resultaba en todo caso un pobre chico, si
se llamaba Siegfried. Un Siegfried, decía la mamá de Rosalinde, tenía que ser
alto, radiante y esplendoroso. Así, decía, se representa uno a un Siegfried. El
nombre, decía la mamá de Rosalinde, debe cuadrarle a uno.
Rosa es un color. Linde, en alemán,
es un árbol, el tilo. Es verdad que no existe un tilo de color rosa, pero se lo
puede uno imaginar. Tendría un grueso tronco de color rosa frambuesa, hojas de
color rosa de pantalón de pelele y flores de color rosa bombón. Con ellas, se
podría preparar un té rojo de flores de tilo, para la tos.
«Los pájaros podrían hacer sus nidos
en mí», piensa Rosalinde. Nidos de color rosa, con huevecitos jaspeados en rosa
y blanco. La madre pájara, sentada sobre ellos, incubaría los huevos jaspeados,
blancos y rosas. Saldrían seis diminutos pajaritos de color rosa, con picos
rojos.
Los gatos codician los pajaritos de
color rosa. Les gustan más que los ratoncitos grises. El padre pájaro y la
madre pájara acaban de emprender el vuelo. Salen a buscar alimento para los pajaritos.
Un tilo completamente normal, de leño marrón, de hojas verdes y flores
amarillas, no sacudiría su tronco, no haría crujir sus ramas. Pensaría así:
«Las moscas son devoradas por los
pájaros, los pájaros son devorados por los gatos, los gatos son devorados por
los zorros, los zorros son cazados a tiros por los cazadores y los cazadores
son destruidos por el infarto. Así son las cosas y no de otra manera. Lo
principal es que a mí me dejen tranquilo.»
El gato no entiende el susurrante
murmullo. O no le hace caso. Sigue avanzando furtivamente a lo largo de la
gruesa rama. Avanza agachado, despacio y sin ruido. Le tiemblan, voraces, la
mandíbula inferior y los pelos del bigote. No tardará en alcanzar de un salto
el nido de los pájaros.
Si el tilo rosa no se decide a hacer
algo en seguida, los seis pajaritos están perdidos. Cuando el padre y la madre
vuelvan volando a casa, no encontrarán más que un nido vacío y algunas
diminutas plumas de color rosa. Plumas de color rosa, con manchas de sangre.
—Por Dios, Rosalinde, ¿qué es lo que
te pasa? —exclama su padre—. ¿Tienes escalofríos o qué te ocurre?
Rosalinde, sentada en la alfombra,
sacude la cabeza, mueve los brazos y agita las piernas. Parece horrorizada.
—Porque el gato quiere zamparse el
nido de los pajaritos y yo no puedo permitírselo. ¡Los tilos rosas impedimos
tales marranadas!
—Pero ese animal se agarra fuerte a
mis ramas. Y si me agito con más fuerza, el nido se tambalea también y los
pájaros rosas se llevan un susto terrible.
—¡Vamos, ven aquí, inmundo devorador
de pájaros! —dice el padre, palpando con ambas manos en el pelo de Rosalinde
sobre su oreja izquierda.
—Llévalo a la cocina —propone
Rosalinde— y dale un plato de hígado. Al fin y al cabo, algo necesita comer.
El gato, que sigue sobre el
televisor, ha oído «hígado». Conoce la palabra «hígado». Le gusta oír la
palabra «hígado». Salta del televisor y corre detrás del papá de Rosalinde,
hacia la cocina.
Rosalinde se pone en pie y se va a su
habitación, con la cabeza muy erguida. Tiene que caminar con mucho cuidado para
que el nido de los pájaros no se le caiga de la cabeza.
37. DEBERES. Debajo, la fecha.
Rosalinde tiene que hacer los deberes. Saca el libro de aritmética de la
cartera. Abre el libro. Desenrosca la pluma estilográfica.
Son movimientos facilísimos,
completamente normales. Pero, cuando se tiene un nido de pájaros en la cabeza y
hay que cuidar de que los pobres pajaritos no se caigan del nido, se convierten
en movimientos muy difíciles y laboriosos. Y tampoco es fácil escribir números,
si no se puede inclinar un poco la cabeza.
Su mamá entra en la habitación,
buscando las afiladas tijeritas de las uñas. Siempre que su mamá no encuentra
algo, lo busca en la habitación de Rosalinde. Su mamá está firmemente
convencida de que todas las cosas que desaparecen están siempre en el cuarto de
Rosalinde.
—Cuando me cojas algo, hazme el favor
de volverlo a poner en su sitio —dice mamá—. ¿Cómo es posible que tenga que
andar corriendo detrás de mis únicas tijeras de uñas, que son tan buenas?
—Yo no tengo tus tijeras de las uñas
—murmura Rosalinde, sin dejar sus cuentas—. ¡Palabra de honor! Están en el
cuarto de baño. Papá se estuvo cortando con ellas esta mañana los pelos largos
que le salen de la nariz.
Cuando la mamá va a abandonar la
habitación, se detiene en la puerta y se queda mirando a Rosalinde.
—¿Por qué no te inclinas sobre el
cuaderno, como todo el mundo? —le pregunta su mamá—. ¿Por qué estás tan tiesa,
como si te hubieras tragado el palo de una escoba?
Rosalinde sonríe y hace un gesto
afirmativo. Estupendo que mamá los oiga piar, piensa Rosalinde. Realmente
estupendo.
—Claro que sí —dice Rosalinde—. Pían
a seis voces. A seis voces y completamente rosas. Cuanta más hambre tienen, más
alto pían.
Su mamá la mira con ojos asombrados,
se encoge de hombros y se va al cuarto de baño en busca de las tijeritas de las
uñas.
—Yo soy el responsable —dice el
abuelo—. Fui yo quien escogió para ti ese nombre. Mi primer gran amor fue una
muchacha que se llamaba Rosalinde. Desde entonces tengo una especial
predilección por ese nombre.
—¡Claro que no! —contesta Rosalinde—.
Me gusta mucho ser un tilo rosa. Tampoco me importaría ser un haya roja o un
pino azul. También me gustaría ser un arbusto dorado de los Alpes.
Rosalinde calla. Y se le ocurre la
idea de que a algunas personas, incluso inteligentes como el abuelo, no les
entran en la cabeza ni las ideas más sencillas.
-.-
En la escuela, en plena clase de
aritmética, en medio de pensamientos exclusivamente aritméticos, a veces se
abre paso en la cabeza de Rosalinde una idea singular y extraña.
¡Sin ninguna explicación!
¡Sin ninguna disculpa!
¡Sin más!
¡Simplemente, por las buenas!
A veces, la extraña y singular idea
se hace tan fuerte, grande y poderosa en la cabeza de Rosalinde que no puede
evitar levantar un poco el trasero del asiento y alargar la mano hacia la
cartera. En una ocasión, la idea llegó a ser tan fuerte, grande y poderosa que
Rosalinde se puso de pie, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta. Todos
los niños de la clase clavaron la mirada en Rosalinde. La profesora, de pie
junto al encerado, preguntó:
Estuvo mucho tiempo sentada en el
retrete, aunque no tenía necesidad. Contó hasta mil trescientos cincuenta y
luego, hacia atrás. Después, apretó la palanca de la cisterna hasta que dejó de
salir agua. Sólo entonces emprendió un lento regreso a la clase. Escuchó junto
a la puerta, para comprobar si los niños ya no se reían.
Los niños ya no se reían. Trataban de
calcular cuántas galletas tenía la caja para que la madre pudiera dar siete
galletas a ocho niños, ocho galletas a dos niños y para comerse ella dos
galletas.
—¡Exacto! —dijo la profesora,
inclinando la cabeza en señal de aprobación—. Absolutamente correcto, querida
Rosalinde.
Desde entonces, Rosalinde evita
cuidadosamente las ideas singulares y extrañas. Si durante la clase de
aritmética piensa: «Levantarme-Decir adiós-Marcharse», pone mucho cuidado en
que su trasero permanezca en la silla y sus manos sobre el pupitre. Y sólo
entonces se permite imaginar con toda precisión cómo se marcharía del colegio
sin más.
No podría irse a casa, con el abuelo
y el gato. Estaría también la abuela, que en este momento se ocupará de limpiar
los champiñones, las zanahorias, las judías verdes y los nabos, para la sopa de
verduras que tanto le gusta a Rosalinde comer a mediodía. A la abuela se le
caería el cuchillo de la mano, cuando Rosalinde apareciera en la puerta
diciendo:
La abuela llamaría a mamá a la
oficina. Y a papá, también. Esto produciría un tremendo alboroto, una enorme
conmoción. A mediodía, cuando volviera mamá de la oficina, la acribillaría a
preguntas. Le haría reproches. Se desesperaría. Y cuando mamá estuviera ronca y
agotada de tantas preguntas, lamentos y reproches, llegaría papá de la oficina
y empezarían sus preguntas, lamentos y reproches. No, ¡imposible irse a casa!
Pero todos los niños con los que a
Rosalinde le gusta jugar y columpiarse están en el colegio. Ahora, en el
parque, no hay más que niños pequeños, aburridos bebés. Juegan en el cajón de
arena haciendo flanes y se ponen a gritar cuando el de al lado les quita un
molde. Rosalinde no quiere tener nada que ver con niños tan pequeños. Ya es
bastante molesto, cuando algún domingo viene de visita la tía Elfi con su bebé
y pretende que Rosalinde juegue con él. ¡No!, nadie carga voluntariamente con
un bebé.
Podría ir a ver el escaparate de la
tienda de juguetes. Pero ese escaparate ya lo vio ayer. Y anteayer, también. Se
sabe de memoria todo lo que hay en el escaparate. No sólo la excavadora
teledirigida. En la granja hay trece gallinas y cuatro cerdos de madera. La
cama de la casa de muñecas tiene una colcha de encaje blanco. Hay soldados e
indios de plástico, unos de pie, otros tendidos en el suelo y otros, corriendo.
El marciano tiene una antena verde en su casco de astronauta. Hay una rueda
gigante y una locomotora, construidas con piezas del «Lego».
Además, para mirar escaparates se
necesita a alguien a quien poderle decir lo que a una le gustaría más, lo que a
una le gusta menos y lo que encuentra espantoso.
Cuando se ha hecho algo tan
extraordinario, es seguro que la cosa seguirá por caminos extraordinarios.
Quizá en la puerta de la escuela haya un niño, que se parece a como mamá se
imagina a un Siegfried. Pero no se llama Siegfried. Siegfried no es un nombre
especialmente bonito. Florian es un bonito nombre.
—Oye, me he marchado de la clase de
aritmética. Sin más, ni más. Por aburrimiento. Me he levantado, he dicho adiós
y me he dirigido hacia la puerta.
Con Florian, Rosalinde va calle abajo
hacia el parque. En el parque, en la zona de los juegos, se alza la blanca
carpa de un circo con banderas rojas, azules y amarillas en lo alto. Cuelgan de
una cuerda, como la ropa tendida a secar, y ondean al viento.
En un cartel, sobre la entrada, pone: CIRCO KORONA. Junto a la entrada está sentado un payaso. Lleva un pantalón de
cuadros azules y amarillos, y tirantes verdes y una nariz roja como una bola en
la cara blanca. Tiene los ojos pintados en cruz, como el signo de la suma, porque
se ha pintado una raya negra que cruza verticalmente sus párpados desde la
frente hasta las mejillas. El payaso está triste. Pero no tan triste como están
los payasos en una función de circo. Sencillamente, está triste.
—Por lo tanto, tenemos que suspender
nuestros dos mejores números —se queja el payaso—. La gente se sentirá defraudada
y exigirá que le devuelvan el dinero.
—Normalmente yo me entiendo muy bien
con los leones, señor payaso —dice Florian. Si los leones han comido bien y si
no son muy malos, yo sustituiré con gusto al domador con tosferina.
El payaso se alegra enormemente y va
a buscar al director del circo. El director se alegra también y va a buscar a
la mujer del director del circo. La mujer del director del circo se alegra
igualmente y dice:
—Pero el uniforme del domador le
vendrá muy grande a Florian. El domador tiene las piernas doble de largas.
—Hazle un dobladillo ancho en el
pantalón, mujer —dice el director del circo—. Un domador no puede dar un
traspiés pisándose el pantalón, porque eso podría costarle la vida.
La mujer del director se lleva a
Florian a su carromato para probarle el pantalón. El payaso mira a Rosalinde y
dice:
Rosalinde no sabe hacer equilibrismo,
sólo sabe bailar en el trampolín de la piscina. En verano lo ensayó muchas
veces. Desgraciadamente siempre tenía que conformarse con un par de pasos,
porque bailar en el trampolín de la piscina está prohibido. Apenas llega a
arriba, extiende ambos brazos hacia los lados, sonríe y pone un pie delante del
otro, cuando aparece el vigilante de la piscina, levanta un puño amenazador y
toca el silbato. Y entonces ya no queda más remedio que lanzarse al agua. Pero
Rosalinde está convencida de que, si no hubiera un vigilante cerca, podría
lucirse bailando en el trampolín. Girando y girando, con los más exquisitos,
brillantes, primorosos y gráciles pasos de danza. Y también está convencida
Rosalinde de que entre una cuerda en el circo y un trampolín en la piscina no
hay mucha diferencia.
El payaso se alegra tanto que,
haciendo una pirueta, se pone vertical apoyando la cabeza en el suelo. Después,
da una voltereta en el aire y se queda de pie.
—¡Nunca ha corrido por el alambre de
un circo nadie tan encantador y maravilloso como tú, pequeña! Los espectadores
se quedarán extasiados —dice.
El payaso tiene razón. Rosalinde está
preciosa con su vestido de princesa para salir a la pista. Lleva una faldita
con doce capas de tul. La faldita reluce como el arco iris.
Rosalinde tiene en el cabello
estrellas doradas, que brillan y resplandecen como si detrás de cada una
hubiera una bombilla de cien watios. El cabello de Rosalinde ya no es castaño y
liso. Ahora es negro y con bucles.
El director del circo pone una
sombrilla rosa en la mano de Rosalinde. Las sombrillas son muy útiles para
bailar en el alambre. Ayudan a mantener el equilibrio. La mujer del director
del circo escupe tres veces por encima del hombro de Rosalinde, lo cual no es
mala educación. Es habitual en el circo. Ese «chu-chu-chu» es un conjuro contra
las fracturas de nuca y de piernas. Pero este conjuro no quiere decir que se
desea que se produzca la desgracia, sino todo lo contrario. Escupir
«chu-chu-chu» y las palabras «fracturas de nuca y de piernas» significan:
«Ojalá todo salga bien, ojalá no te caigas desde lo alto y te partas la
cabeza.»
Rosalinde sube por la escala de
cuerda hacia el alambre. Jamás en su vida había subido por una escala tan
larga. Bajo la carpa los espectadores se hacen cada vez más pequeños y arriba
los focos se hacen cada vez más grandes.
Rosalinde llega al final de la
escala, donde está sujeto el alambre. Su corazón palpita peligrosamente fuerte.
Mira al frente. Sólo fija la vista en el alambre. No se atreve a mirar hacia
abajo, a los espectadores, a la pista. Pero oye al director del circo anunciar:
—¡Ahora, señoras y
señores, van a ver ustedes lo nunca visto! ¡Arriba, en lo más alto, nuestra
prodigiosa Rosalinde sobre el alambre, sin red, sin trucos, sin trampa! ¡Y
abajo, en la pista, el prodigioso Florian con los siete leones!
Pero no podía defraudar al director
del circo, a su mujer, al payaso y a los espectadores. Lo prometido es deuda,
se dijo Rosalinde, y se fue hacia el alambre. Cuidadosamente puso un pie
delante del otro. El alambre oscilaba. Un alambre es muy distinto al trampolín
de la piscina. Rosalinde cierra los ojos. Continúa avanzando con los ojos cerrados.
—¡Tonto! —susurra. Podría haberme
caído. Me habrían hecho pedazos los leones y tú habrías sido el culpable.
Fredi se queda quieto, callado. Sabe
que en los próximos minutos la profesora le va a vigilar atentamente. Rosalinde
se alegra de no tener que contestar a Fredi. Fredi no es capaz de comprender
algunas cosas.
Hasta que toca la campana para el
recreo, los pensamientos de Rosalinde sólo se ocupan de la aritmética.
-.-
Rosalinde se enfada. Se enfada con
especial vehemencia, porque la causa de su enfado es ella misma. Continuamente
se le olvida algo.
Pero al día siguiente, en el colegio,
las crayolas no están en la cartera. A Rosalinde se le han olvidado en casa.
—Cariño, voy a dormir una siestecita.
Despiértame, por favor, a las tres. ¡Pero a las tres en punto!
Cada tres minutos Rosalinde mira el
reloj para ver si son ya las tres. Y trece minutos antes de las tres Rosalinde
enciende la televisión y ve cómo unos indios asaltan un fuerte y los matan en
el asalto. A las cuatro en punto entra la abuela en el cuarto de estar, medio
dormida, malhumorada y regañona.
—Realmente no puede una fiarse de ti.
Se te olvida todo. No puedes retener nada. Eres peor que un viejo esclerótico.
Rosalinde olvida que tiene que hacer
una redacción para el lunes. Se le olvida que su papá la espera a la puerta del
colegio y, atravesando el patio, se marcha a casa por la puerta de atrás. Y el
papá se pega un plantón.
—Lo que te pasa es que no quieres
prestarme el libro —asegura Fredi—. No es posible que te olvides siempre de
todo.
—Cuando veas el nudo en el pañuelo
—le dice su mamá—, sabrás que era para no olvidar algo y, entonces, volverás a
recordarlo.
Rosalinde tiene todos los cajones,
los bolsillos de los pantalones y los bolsillos de las faldas llenos de
pañuelos con nudos, que le recuerdan que debe acordarse de algo. Pero Rosalinde
puede pasarse las horas muertas mirando el montón de pañuelos, sin que le
recuerden de qué debía acordarse.
—Es verdaderamente absurdo —dice la
abuela— tener que pasarse horas deshaciendo nudos antes de lavar la ropa.
Su papá también se queja. Desde que
Rosalinde quiere reforzar su memoria con nudos, él ya no encuentra ni un
pañuelo en el armario de la ropa.
El abuelo consuela a Rosalinde. Dice
que hay muchas personas muy inteligentes, muy sabias y muy listas, que son tan
desmemoriadas como Rosalinde.
—Quien tiene que pensar en cosas muy
importantes —afirma el abuelo— es lógico que olvide algunas pequeñeces.
A la inversa, Rosalinde no es en
absoluto desmemoriada. Ya lo ha probado. Ocurre, por ejemplo, del modo
siguiente:
Rosalinde se sienta en su cama.
Frente a ella está el oso de peluche marrón. Durante un instante Rosalinde mira
fijamente al oso de peluche. Después, se tumba en la cama y se ordena a sí
misma: Rosalinde, no pienses más en el oso de peluche. Olvídalo.
Tumbada sobre la cama y con los ojos
cerrados, Rosalinde intenta olvidar al osito. Piensa en la última fiesta de
cumpleaños en casa de Fredi, piensa en un prado verde lleno de margaritas, en
los deberes de aritmética, en un abrigo nuevo, de cuadros con esclavina de
cochero. Piensa en un castillo, blanco como el mazapán de almendra, situado en
medio de un mar azul. Piensa en Blancanieves y los Siete Enanitos...
Pero al mismo tiempo se atormenta
así: En la fiesta de cumpleaños de Fredi un oso de peluche sopla las velas.
Sobre el prado verde se halla sentado un oso de peluche, gordinflón, recogiendo
margaritas con las que teje una guirnalda. En los deberes de aritmética
Rosalinde tiene que obtener soluciones exactas con osos de peluche. Y el
maniquí del escaparate, que lleva el abrigo de cuadros con esclavina de
cochero, es un oso de peluche. Sobre la torre del castillo de mazapán, en el
mar azul, un oso de peluche agita una bandera en la que hay bordado un oso de
peluche. Y bajo las gorras de los Siete Enanos, bajo sus barbas, hay rostros de
osos de peluche.
—Esto es una faena increíble —gruñe
Rosalinde—. Los circuitos cerebrales, que se ocupan en mi cabeza de la memoria
y del olvido, deben de estar cruzados. Tiene que ser un defecto de nacimiento.
—A propósito de falta de memoria
—pregunta la abuela—, Rosalinde, ¿has recogido el periódico, al volver del
colegio?
—Es que tengo estropeados los
circuitos del cerebro —se disculpa Rosalinde— Pero mañana —asegura—, seguro que
mañana no se me olvida. Desde ahora voy a tratar de superar mi defecto de
nacimiento.
—Voy a olvidar el periódico. Desde
ahora ya no pienso más en el periódico. Ni uno solo de mis pensamientos será
para el periódico. Ya ni siquiera sé si existen periódicos. No conozco la
palabra «periódico».
—No es un milagro —replica
Rosalinde—. Ahora conozco por fin la técnica adecuada para manejar mis
circuitos.
-.-
Llega un momento en que todos
necesitamos una profesión, había dicho mamá. A su debido tiempo, hay que pensar
qué será de uno en el futuro.
Fredi ya sabe con exactitud qué será
de él en el futuro. Fredi dice que será futbolista. Delantero centro. Si fuera
posible, preferiría jugar en el Discordias F. C.
También le gustaría a Rosalinde
llegar a ser futbolista. Le gustaría ser portera el día de mañana. Pero a todos
los niños de su clase les da risa.
Las niñas de la clase de Rosalinde
encuentran también que es una completa chifladura eso de que una chica quiera
ser portera de un equipo de fútbol.
Por eso mismo, Rosalinde ya no habla
en clase de su profesión preferida. Piensa en profesiones de recambio:
Conductora de camión, operaria de excavadora, deshollinadora, periodista
deportiva...
Las chicas, dicen todos en la clase,
tendrán un día otras profesiones: Maestras, enfermeras, peluqueras,
dependientas, mecanógrafas, pediatras...
De las doce niñas que hay en la clase
de Rosalinde, cuatro quieren ser maestras, dos médicas de niños, una puericultora,
dos peluqueras, una dependienta y una empleada de oficina. Rosalinde es la
única que no quiere ser nada de esto.
Durante horas, durante días, durante
semanas, durante meses, Rosalinde ha tratado de convencerse a sí misma. Se ha
dicho insistentemente que podría ser maravilloso enseñar a los niños pequeños,
además del uno por uno, el dos por dos.
Se ha imaginado a sí misma cómo, con
una cofia blanca y una bata a rayas, toma la temperatura a los enfermos y les
da medicinas y les sonríe alentadora.
Se ha imaginado que está en un
precioso salón de peluquería y le hace a una señora una espléndida colección de
bucles y la señora le dice elogiosamente:
También ha imaginado ser dependienta.
Ha despejado su mesa de estudio y ha puesto sobre ella todo lo que había en el
frigorífico. El gato se ha acercado, haciendo de cliente. Rosalinde le ha
vendido al gato embutido, queso y mantequilla.
—Vuelva a hacerme pronto el honor de
su visita —le ha dicho Rosalinde, mientras el gato saltaba de la mesa con el
embutido, o luego con el queso.
También ha preguntado Rosalinde a su
mamá, que trabaja todas las mañanas en una oficina qué se hace allí. También ha
reflexionado sobre la profesión de pediatra: Vacunar, mirar el interior de las
bocas abiertas, escuchar sobre el pecho, tomar el pulso, recetar medicinas,
decir «no tienes que tener miedo», oler a hospital, estar sentada en una
habitación blanca, ganar mucho dinero, abrir barrigas, visitar niños enfermos a
domicilio...
Después de reflexionar durante horas,
días, semanas y meses, Rosalinde se dijo: «¡No! Todas ellas son cómodas, buenas
y respetables profesiones, pero eso no significa nada para mí.»
Es decir, que no es nada comparado
con ser capitán de navío, piloto de reactores, astronauta, ingeniera de puentes
y portera de fútbol.
Fredi está de visita en casa de
Rosalinde. Están jugando con la excavadora del cumpleaños, con la caja de
construcciones y con la autopista. Rosalinde trata de explicarle a Fredi el
problema de las profesiones. Fredi es su amigo. Fredi tiene que comprenderlo.
Pero Fredi sostiene:
—Tú no puedes ser ingeniera. Hay que
manejar muchas cifras y hacer muchos cálculos. Las chicas no estáis capacitadas
para eso.
Fredi copia siempre los deberes de aritmética
de Rosalinde. Si no hubiera tenido a Rosalinde de compañera de pupitre, le
habrían puesto un montón de suspensos. Y cuando la profesora pregunta a Fredi,
Rosalinde le apunta en voz baja.
El día anterior Rosalinde había
arreglado el bolígrafo de cuatro colores de Fredi, porque Fredi no sabía
hacerlo. Y otro día antes, Rosalinde le había explicado a Fredi para qué están
las ruedas en el despertador y por qué un despertador necesita un resorte para
la cuerda y cómo es que un reloj de pilas no necesita resorte y tiene muchas
menos ruedas. Rosalinde lo sabe, porque el abuelo se lo ha explicado.
—Y capitán de navío es ya
completamente imposible, porque un capitán tiene que ser muy valiente. Necesita
tres veces más valor del que puede tener una chica.
—¡Tonto, estúpido! ¿Quién se atreve a
saltar desde el trampolín de tres metros? ¿Tú o yo? ¿Quién se atreve a bajar al
sótano oscuro? ¿Tú o yo? ¿Quién se atreve a trepar al castaño? ¿Tú o yo?
Entonces la furia de Rosalinde llega
a tal extremo que se pone roja y tiembla de ira. Se levanta de un salto y
agarra a Fredi por un brazo.
Fredi no lo reconoce. Rosalinde
levanta a Fredi del sillón y le sacude por el brazo. Fredi trata de soltarse,
pero no lo consigue. Empieza a darle patadas en las espinillas a Rosalinde. La
furiosa Rosalinde, con el dolor de las patadas, se pone más furiosa. Agarra a
Fredi, lo levanta a pulso y lo arroja sobre la cama. Fredi cae ruidosamente
sobre el colchón. El colchón cede, el armazón de la cama cruje y Fredi grita:
Rosalinde desiste. A veces, tener
razón no sirve para nada. A veces, todas las evidencias de que una tiene razón
no valen para nada. A veces, piensa Rosalinde, se puede llegar a perder la
paciencia.
Fredi continúa tendido en la cama.
Está ofendido. Rosalinde vuelve a sentarse junto a la mesa y deja que la
excavadora dé vueltas, levantando materiales y volviendo a descargarlos. Ya
verá él, piensa Rosalinde. Ya se dará cuenta. Llegará a ser dependiente,
enfermero, ordenanza, camarero, niñero, cuidador de guardería.
¡Y ya vendrá a pedirme un autógrafo!
Los autógrafos de porteras de fútbol son muy solicitados. Y tendrá que hacer
cola para acercarse a mí, una cola muy larga.
-.-
Se planta delante de Rosalinde, mueve
la cabeza, le clava su enorme dedo índice en la tripa y exclama:
Entonces, el tío Egon retira por fin
el dedo de su tripa, deja de mover la cabeza y sonríe tan satisfecho.
Pero, al parecer, el tío Egon es
enormemente olvidadizo, porque cuando vuelve de visita empieza otra vez a mover
la cabeza, taladra con su índice la tripa de Rosalinde y pregunta:
Desde que Rosalinde sabe hablar, y ya
hace algunos años de eso, cada jueves, cuando viene el tío Egon, responde a
esas preguntas tontas. Y luego, se pregunta a sí misma si le ha dicho la verdad
al tío Egon. Si realmente quiere «igual» a toda la familia.
El lunes la abuela está de malhumor.
Durante el desayuno, pone el grito en el cielo porque Rosalinde juega con migas
de pan. A mediodía organiza una regañina porque Rosalinde no se ha limpiado los
zapatos en el felpudo de la entrada. Se pone furiosa ante los deberes de
Rosalinde.
El martes la abuela está de buen
humor. Ni se da cuenta de que Rosalinde juega con migas de pan. Limpia sin
protestar las manchas de barro en el suelo del recibidor. Elogia los deberes de
Rosalinde, a pesar de los borrados, de las tachaduras y de los borrones. Y le
da dinero para un cuaderno gordo con el Pato Donald en la tapa.
O sea, que Rosalinde debía querer un
poco más a la malhumorada abuela del lunes que a la alegre abuela del martes. A
causa del lumbago. Porque, precisamente por los dolores, el lunes lo necesitaba
más.
Tampoco Rosalinde recibe todos los
días el mismo cariño de todos. Y cuando le va mal, tampoco le dan más cariño
que los otros días.
Naturalmente que no. Ya pueden decir
todos ellos lo que quieran, que Rosalinde recibe de cada miembro de la familia
distinto cariño cada día.
Rosalinde, por desgracia, se levantó
de la cama con el pie izquierdo. Cuando sale uno de la cama con el pie
izquierdo por delante, sólo se tienen disgustos y preocupaciones. Eso lo saben
todas las personas supersticiosas. Rosalinde lo sabe también.
El primer disgusto del miércoles llegó
a los treinta segundos de levantarse. Rosalinde necesitaba ir a hacer pis con
mucha urgencia. Echó a correr desde su cuarto, doblando la esquina del
recibidor hacia la puerta del cuarto de baño. Desgraciadamente sus ojos no
estaban aún abiertos del todo. Los ojos de Rosalinde, cuando está recién
levantada, son unas rendijas estrechas, llenas de la arenilla del sueño. Por
eso, Rosalinde no vio el perchero, que estaba en medio del recibidor. Donde no
debía estar, porque su sitio es al otro lado de la esquina del recibidor, junto
al espejo. Rosalinde llegó al perchero, corriendo a toda velocidad, y se dio un
trompazo en plena frente con el mango de un paraguas que estaba colgado allí.
Rosalinde empezó a gritar. Por la
mañana temprano su cabeza no soportaba los mangos de los paraguas.
A continuación, exigió a Rosalinde
que levantara el perchero del suelo, y volviera a colgar en él las chaquetas y
abrigos que se habían caído. Rosalinde se llevó las manos a la cabeza y
resopló:
Rosalinde volvió a atizar un puntapié
al perchero, antes de saltar por encima de él en dirección al cuarto de baño.
La puerta estaba cerrada por dentro. Rosalinde movió el picaporte
repetidamente. Lo movió con mucha energía.
—¿Qué te pasa hoy, que pareces un
enano furioso? —preguntó, mientras se subía la cremallera del pantalón—. Y ya
sabes que lo más horrible es ponerse como un enano furioso.
Si algo no podía soportar en la vida
Rosalinde es que la llamasen «enano furioso». «Ogro», aún podía pasar. Un ogro
es grande, malo, terrible. Pero «enano furioso» es vulgar. Convertía su furia,
su ira y su dolor, en algo ridículo e insignificante. Era como decirle: Nadie
te toma en serio. No das miedo, ni produces compasión. Das risa.
Rosalinde entró en el cuarto de baño.
Quiso cerrar la puerta empujándola suavemente. Pero la puerta hizo tal ruido al
cerrarse que el armario del recibidor se tambaleó. Y en el piso de abajo,
seguro que se tambaleó también la lámpara del recibidor. Al señor que vive en
el piso de abajo eso es algo que no suele gustarle. Lo más seguro es que
escriba una carta al administrador, quejándose. Y el administrador escribirá
una carta al abuelo, en la que le transmitirá la queja. Y el abuelo le pondrá
la carta a Rosalinde delante de las narices y le dirá que no quiere verse
metido en líos por su culpa.
Rosalinde no tiene ningunas ganas de
salir del cuarto de baño. Ya se lo sabe. Sabe exactamente cómo va a continuar
esta horrible mañana. De inmediato en esta horrible mañana toda la familia
recriminará desdeñosamente a Rosalinde. No le dirigirán la palabra. Harán como
si Rosalinde no estuviera. Ni siquiera responderán, cuando Rosalinde les
pregunte algo. Ella será como el aire. Aire transparente y sutil. Y Rosalinde
tenía toda la razón.
Salió del baño y el perchero estaba
otra vez en pie, a la vuelta de la esquina, junto al espejo. Los abrigos,
chaquetas y paraguas colgaban de nuevo en sus brazos.
Mamá, papá, el abuelo y la abuela
estaban en la cocina desayunando. Rosalinde entró también en la cocina. Se
sentó a la mesa. Nadie le sirvió el cacao, nadie le preguntó si quería pan con
miel o pan con mermelada. Rosalinde decidió no pedir nada. Volvió a levantarse.
Otras veces, los días en que le tenían cariño a Rosalinde, nadie en la familia
hubiese consentido esto.
Este miércoles-de-pie-izquierdo nadie
dijo una palabra cuando Rosalinde salió de la cocina. Ni siquiera el gato, que
estaba en el recibidor sentado sobre la mesita del teléfono, se dejó acariciar
por Rosalinde. Soltó un «miau», arqueó el lomo, saltó de la mesa y corrió al
cuarto de estar.
Rosalinde se dirigió a su habitación,
con una sensación de amargura. Se sentó en la silla del escritorio y empezó a
pensar: Si me quedo aquí quieta, tendrán que venir a hablar conmigo. Tendrán
que venir a decirme: «Rosalinde, vístete enseguida, date prisa, que vas a
llegar tarde al colegio.»
Se puso a mirar el despertador, que
estaba sobre la mesilla de noche. Faltaban cuatro minutos para las siete y
media. Y ella estaba allí sentada, en camisón, sin lavar y sin peinar.
A las ocho menos veinticinco Rosalinde
seguía sin lavar y sin peinar, en camisón, sentada ahora sobre la cama.
Empezaba a brillar el sol. Nadie, ni siquiera el abuelo, quería tratos con
ella. A nadie le importaba si ella llegaba tarde al colegio. Era indignante.
Era el colmo del cinismo.
Rosalinde se levantó, se quitó el
camisón y se puso el vestido del día anterior, que estaba tirado junto a la
cama. Se pasó los dedos por su largo pelo castaño. Agarró la cartera, se
dirigió al recibidor y descolgó el abrigo del perchero.
Me dejan salir de casa sucia,
desgreñada y desmoralizada, pensó Rosalinde. Lo que me pase les deja fríos,
fríos como arenques en gelatina.
Y ¿por qué? Porque he chocado contra
el maldito perchero y porque la puerta del cuarto de baño se me ha escapado de
la mano. Una familia que por dos pequeñeces como esas ya no siente cariño por
una, es una familia infame.
Rosalinde bajó la escalera. El enojo
y la ira habían desaparecido. Sólo estaba triste. Muy triste. Tenía en la
cabeza ideas enormemente tristes.
Cuando me muera sin rechistar,
entonces llorarán por mí. Entonces, lo lamentarán. Pero desgraciadamente ya
será tarde.
Durante todo el camino hasta el
colegio, que Rosalinde tuvo que recorrer sola porque ya era muy tarde, fue
analizando con detalle estas fúnebres ideas.
Allí, en el centro de la capilla del
cementerio, había un pequeño féretro, cubierto con un paño mortuorio plateado.
Alrededor del féretro había coronas de rosas rosa, de lilas lila, violetas
violeta y primaveras de un suave amarillo. Entre el mar de flores aparecían las
cintas de las coronas, blancas como la nieve, con leyendas en letras doradas.
En ellas ponía: DE TUS DESCONSOLADOS PADRES - DE TUS APENADOS ABUELOS - ¡NUNCA
TE OLVIDAREMOS! Hasta el señor del piso de abajo, el de la lámpara oscilante y
las cartas de queja, había enviado una corona.
Alrededor del féretro y de las flores
había mucha gente de pie. Llevaban trajes negros y sombreros negros. Lloraban.
Sollozaban. En voz baja decían que la niña más adorable, la más simpática, la
más encantadora, «se nos ha ido». Los que más sollozaban eran papá y mamá, el
abuelo y la abuela. Mamá gemía, apretando contra sus labios un diminuto
pañuelo:
A papá, que generalmente nunca llora,
le rodaban gruesas lágrimas por sus mejillas hundidas. Con voz débil decía:
La abuela no decía nada, porque, con
tanto sonarse y sollozar, no podía emitir palabra. Y el abuelo estaba blanco,
como una sábana recién lavada, y decía, con los ojos húmedos:
Precisamente cuando Rosalinde
meditaba cómo tendría que continuar el velatorio, si ella debía seguir muerta
del todo o si debía ser tan bondadosa como para levantar la tapa del féretro,
apartar el paño mortuorio y, llena de benevolencia, decir: «Aquí estoy de
nuevo, queridos míos. Os perdono y espero que hayáis comprendido cuán injustos
y brutales habéis sido conmigo», precisamente en ese momento alguien agarró a
Rosalinde por un hombro, con fuerza y decisión.
Rosalinde estaba asustada. Temblaba
un poco. Se sentía mareada. Tal vez porque estaba con el estómago vacío o tal
vez porque no estaba acostumbrada a que los policías la agarrasen por el
hombro.
Rosalinde saludó al policía con una
inclinación de cabeza, cruzó por el paso de cebra y dejó de temblar y de
sentirse mareada. Siguió caminando hacia la escuela, ya sin pensar en su
velatorio. Ahora pensaba en su muerte. ¡Pues claro! ¡Un accidente de
circulación camino del colegio! ¡Eso es! ¡Tenía que ocurrir antes del magnífico
funeral!
Por la derecha viene el tranvía sin
tocar la campanilla. Por la izquierda se acerca a gran velocidad un deportivo
azul sin tocar el claxon. ¿Por qué habían de tocar la campanilla y el claxon?
Ambos tienen luz verde. Eso lo ve todo el mundo. Sólo Rosalinde, que está
frente al semáforo, no lo ve. Quien tiene tantas preocupaciones en la cabeza
como Rosalinde no puede fijarse en los semáforos. Sólo puede pensar siempre en
lo mismo: «Nadie siente cariño por mí, nadie me quiere, soy tremendamente
desdichada.»
Con los ojos cegados por las
lágrimas, Rosalinde da un traspié, baja de la acera a la calzada y se encamina
hacia el tranvía y el deportivo azul. El policía de la esquina está mirando
justo en la dirección opuesta, porque por allí pasa una señorita con unas
piernas maravillosas sobre unos altos tacones. El policía siente inclinación
por las bonitas piernas de las chicas. El tranvía frena. El conductor del
deportivo azul frena también. Se producen unos terribles chirridos y crujidos.
Una mujer, en la esquina, chilla más fuerte que el tranvía y el coche juntos.
Exactamente, Rosalinde cruza por
delante del tranvía, pero se da de bruces con el deportivo azul, choca contra
él, salta por los aires y cae, dándose un tremendo golpe contra los adoquines
de la calle. Ya no ve nada, ya no siente nada, sólo puede oír un poco todavía.
Y ahora, encima, está empezando a
llover. Rosalinde corre hacia el colegio. Junto a la puerta, pegado a la pared,
está Fredi.
—¡Rosalinde, Rosina! —grita Fredi—.
¡Menos mal que has venido! Ya estaba pensando que estabas enferma.
—¿O es que estás enferma de verdad?
—pregunta Fredi—. Tienes muy mal aspecto: Igual que mi hermano pequeño antes de
caer con el sarampión. ¡De verdad!
—Menos mal que no tienes fiebre —dice
Fredi, contento—. El auténtico sarampión siempre da fiebre —aclara.
No podía hacer eso a Fredi. Fredi
estaba muy preocupado por ella. Fredi le tenía cariño. Fredi la necesitaba.
¿Quién le iba a soplar, cuando le preguntaran en clase, si Rosalinde estaba
muerta? ¿Quién le dejaría a Fredi copiar los problemas de aritmética, si
Rosalinde yacía en el cementerio?
Rosalinde entró en la escuela con
Fredi. Subieron por la escalera hasta el primer piso. La escuela estaba en
silencio. No había niños en los pasillos.
—Ahora que me acuerdo —le dijo a
Rosalinde—. ¿Qué pasa con lo de esta tarde? ¿Le has preguntado a tu mamá si
puedo ir a tu casa?
—No pude —dijo—. Hoy por la mañana me
tenían todos una rabia tremenda. No han hablado nada conmigo. Ni una palabra.
—¡Pues claro que puedes venir! —soltó
Rosalinde, tan fuerte que sus palabras retumbaron en el pasillo vacío—. Claro
que puedes venir. Seguro que al mediodía, lo más tarde, ya han hecho las paces
conmigo. Mi familia no es rencorosa.
El largo Pepi estaba junto al
encerado y tenía que introducir las letras H o B en los espacios que la
profesora había dejado en blanco al escribir las palabras de los ejemplos.
—¡Pero Pepi! —gritó la profesora, justamente
indignada, porque el largo Pepi no había escrito H delante de —ABER.
—¡Está bien! —dijo la profesora,
suspirando—. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Lo importante es decir la
verdad. Prefiero al niño que, cuando llega tarde, confiesa que se ha dormido
que al que lo oculta con una excusa tonta.
En primer lugar, el perchero no
estaba en su sitio. Luego, la puerta del cuarto de baño se me escapó de las
manos. Después, me han hecho un funeral. A continuación, he muerto atropellada
y, por fin...
La profesora miró asombrada a
Rosalinde. Luego, se le formó una profunda arruga en la frente, movió la cabeza
con enojo y exclamó:
—Pero, Rosalinde, ahora estamos con
la B. Verdad es una palabra que tiene V. De la V hablaremos la semana próxima.
«Algunas veces sucede que los mayores
le distraen a una de sus reflexiones, sin más ni más. Parece como si tuvieran
algo en contra del pensamiento...»
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