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sábado, 29 de septiembre de 2012
domingo, 23 de septiembre de 2012
Carlos Morales
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JERUSALÉN
Cada vez que pienso en Jerusalén,
recuerdo el barro que nunca esculpí
con una mujer dentro
colgada de la luz,
apoyada en la luz,
penetrando en la luz de la mañana.
Y me pregunto
qué sería de las cúpulas doradas del dolor
si, en medio de la noche,
los dioses advirtieran el rumor
-por un instante-
de sus ágiles sandalias al costado.
Y me pregunto qué sería del miedo
si –por un instante sólo–
sus angeles cegaron los címbalos de guerra en la negrura
y atentos escucharon a su espalda
el roce de su túnica al caer,
así,
sobre la arena...
Oh, amigos, arriad la ira de vuestros caballos,
arrojad al río los tambores de combate
y dejad que las flores extiendan sus cantos sobre vuestro pelo
para mojarlo luego con el arpa del manso Kenereth,
pues sabed que tengo cosidos en los ojos los vientos de su boca,
la boca que me arrastra -vencido- sobre el viento
y arrodilla las salmodias de los santuarios de la muerte
porque quiere encender las candelas de mi corazón,
y no lo sabe...
Ay, amigos que habitáis en mi estrechura,
he ahí alzando su hermosura sobre Jerusalén
el barro que un día retuve tuve entre mis manos,
el barro con yesca que no pude esculpir
porque abrasaba.
JERUSALÉN
Cada vez que pienso en Jerusalén,
recuerdo el barro que nunca esculpí
con una mujer dentro
colgada de la luz,
apoyada en la luz,
penetrando en la luz de la mañana.
Y me pregunto
qué sería de las cúpulas doradas del dolor
si, en medio de la noche,
los dioses advirtieran el rumor
-por un instante-
de sus ágiles sandalias al costado.
Y me pregunto qué sería del miedo
si –por un instante sólo–
sus angeles cegaron los címbalos de guerra en la negrura
y atentos escucharon a su espalda
el roce de su túnica al caer,
así,
sobre la arena...
Oh, amigos, arriad la ira de vuestros caballos,
arrojad al río los tambores de combate
y dejad que las flores extiendan sus cantos sobre vuestro pelo
para mojarlo luego con el arpa del manso Kenereth,
pues sabed que tengo cosidos en los ojos los vientos de su boca,
la boca que me arrastra -vencido- sobre el viento
y arrodilla las salmodias de los santuarios de la muerte
porque quiere encender las candelas de mi corazón,
y no lo sabe...
Ay, amigos que habitáis en mi estrechura,
he ahí alzando su hermosura sobre Jerusalén
el barro que un día retuve tuve entre mis manos,
el barro con yesca que no pude esculpir
porque abrasaba.
domingo, 16 de septiembre de 2012
sábado, 8 de septiembre de 2012
La muerte en Samarkanda
Una mañana, el califa de una gran
ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran
agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le
dijo:
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en
el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
- ¿La muerte?
- Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí
estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me
vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo
llegar a Samarkanda.
- ¿De veras que era la muerte? ¿Estás seguro?
- Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy
seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre
regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a
Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto,
decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta
la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la
mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo.
Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio
cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin
que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que
preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando
a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Está, a pesar del disfraz, lo reconoció
al instante y se inclinó en señal de respeto.
- Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
- Te escucho.
- Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente
honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has
tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
- No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente,
cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi
sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
- ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
- Porque -contestó la muerte- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él
esta noche en Samarkanda.
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