Una mañana, el califa de una gran
ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran
agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le
dijo:
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en
el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
- ¿La muerte?
- Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí
estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me
vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo
llegar a Samarkanda.
- ¿De veras que era la muerte? ¿Estás seguro?
- Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy
seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre
regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a
Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto,
decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta
la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la
mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo.
Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio
cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin
que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que
preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando
a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Está, a pesar del disfraz, lo reconoció
al instante y se inclinó en señal de respeto.
- Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
- Te escucho.
- Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente
honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has
tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
- No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente,
cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi
sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
- ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
- Porque -contestó la muerte- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él
esta noche en Samarkanda.
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