domingo, 23 de septiembre de 2012

Carlos Morales

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JERUSALÉN


Cada vez que pienso en Jerusalén,
recuerdo el barro que nunca esculpí 
con una mujer dentro
colgada de la luz, 
apoyada en la luz, 
penetrando en la luz de la mañana.

 
Y me pregunto
qué sería de las cúpulas doradas del dolor

si, en medio de la noche,
los dioses advirtieran el rumor
-por un instante- 
de sus ágiles sandalias al costado.

Y me pregunto qué sería del miedo 
si –por un instante sólo– 

sus angeles cegaron los címbalos de guerra en la negrura 
y atentos escucharon a su espalda 


el roce de su túnica al caer, 
así, 

                                                                              sobre la arena...

Oh, amigos, arriad la ira  de vuestros caballos, 
arrojad al río los tambores de combate
y dejad que las flores extiendan sus cantos sobre vuestro pelo
para mojarlo luego con el arpa del manso Kenereth,
pues sabed que tengo cosidos en los ojos los vientos de su boca,
la boca que me arrastra -vencido- sobre el viento 
y arrodilla las salmodias de los santuarios de la muerte 
porque quiere encender las candelas  de mi corazón, 
                                                                               y no lo sabe...

Ay, amigos que habitáis en mi estrechura, 
he ahí alzando su hermosura sobre Jerusalén
el barro que un día retuve tuve entre mis manos, 
el barro con yesca que no pude esculpir

                                                                               porque abrasaba.

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